Crecí rodeada de libros. Vivo rodeada de libros. Mi padre y todos los tíos Bonilla Aragón habían hecho de sus casas catedrales de libros, con estantes hasta el techo, torres en el suelo, regados por el piso, en las mesas, pilas en la mesa de noche que era impensable sin un libro reposando, esperando el turno de su lectura. Libros en cualquier parte, los leídos, los no leídos y los por leer, a la espera de su día, porque a cada libro comprado con anterioridad le llega su hora, el día en el que se comienza y no se suelta. Y no eran libros de ocasión ni best-selleres ni los de la efímera actualidad aferrados a la última noticia o aquellos para embolatar el tiempo.
Se trataba de lecturas que abrían la mente, alimentaban la curiosidad, la imaginación, formaban criterio y nos sumergían en el pozo insondable del conocimiento y de las preguntas sin responder. Lecturas que sin proponérselo crearon las bases para formar esa especie en extensión de los libre pensadores en un mundo cada día más acorralado por los fanatismos en el que pensar es tan difícil que se prefiere recurrir mejor al facilismo de juzgar y descalificar, acentuado por esta cotidianidad de pandemia que enterró la conversación.
Los libros no solo no van a desaparecer ni van a ser desplazados por el consumo informativo desbocado y solipsista de los millenials en celulares y tabletas, sino que no van a sobrevivir, como ha ocurrido, tal como lo relata en su libro el Infinito en un junco (el papiro) la española Irene Vallejo, cuyo título parafraseé en esta columna.
La historia comienza con la epopeya de una intuición, la de Alejandro Magno que en su ráfaga de vida por conquistar el mundo también quiso extender su delirio a los saberes, al conocimiento, abarcarlo todo y acaparar lo escrito en papiros en el Siglo IV AC y reunirlos todos en un solo lugar. Una como obsesión que le transmitió al rey Ptolomeo, su sucesor que concretó en la gran biblioteca de Alejandría. Sueños grandes de la antigüedad que marcaron hitos imborrables.
Vallejo teje 30 siglos de historia a través del libro y de su fabricación; libros de piedra, arcilla, juncos, seda, pie de árboles y animales, materiales que no buscaban otra cosa que dejar impresa la palabra para que viaje en el espacio y el tiempo. La palabra que nos define como seres humanos que puede ser tan engrandecedora como demoledora y dañina.
La palabra, la que conecta y une, esquiva y ausente en estos tiempos de encierro y aislamiento pero que los libros finalmente no dejan escapar.
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Adendum: Cada día son más las personas decididas a interrupir voluntariamente la vida para evitar prolongar el sufrimiento. Es el caso del abogado Álvaro Mejía, contado al detalle por su esposa a la periodista Ana Cristina Restrepo; la entereza y lucidez hasta el final.
Y el de la lucha, los ruegos de la también periodista Claudia Palacios, para poder liberar a su mamá, perdida en un alzheimer demencial que la borró de este mundo aunque su cuerpo permanecía ahí, físicamente como un vegetal.
La Corte Constitucional acaba de dar un nuevo paso para que estas historias dejen de ser excepcionales: no se requerirá estar en estado terminal, el médico puede actuar frente a aquellos pacientes que padezcan una enfermedad o lesión grave e incurable que les provoque intenso sufrimiento.
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