El 2022 había terminado en una relativa tranquilidad, de aguas mansas, que permitió que las primeras vacaciones libres del terror del covid después de dos años de parálisis, llegaran como un aire fresco. Mucho viaje, mucho movimiento, mucho reencuentro. La incertidumbre nacida del triunfo electoral de Petro con sus frases grandilocuentes y grandes promesas, tan atractivas como irrealizables, parecía haberse aplacado con señales de ser un gobierno de reformas razonables, empezando por la tributaria y el compromiso de no romper, bajo ningún motivo, la regla fiscal. El 2023 arrancó distinto: regresó la incertidumbre.
La queja es contante: ¡Y qué tal el despelote! Y no es para menos. El afán de tramitar todas las reformas al tiempo genera inseguridad, sobre todo cuando estas se proponen tocar temas cruciales como son la salud, trabajo y la pensión que sumados a la inflación creciente que se siente en el supermercado, hacen que el coctel se vuelva explosivo.
De repetirse un estallido social, esta vez no vendrá de los sectores populares, sino de las clases medias que perciben su estabilidad vulnerada. Y se harán oír. Y entonces el Presidente, a regañadientes tendrá que entender que ni el mundo ni Colombia empezaron con él, y que cambiar no significa destruirlo todo; volver a empezar.
Las salidas erráticas y desconcertantes de Petro transmiten la sensación de gato encerrado, con sacada de uñas, en el argot popular, a quien todo vale, como lo mostró en la composición de las mayorías parlamentarias, para volver realidad sus ideas y plan de gobierno. Y mejor no someterlo a demasiadas consultas, ni muchas discusiones y menos opinadera, porque difícil alguien más afirmado y poseedor de la verdad que Gustavo Petro.
La incertidumbre regresó también con el tono del discurso presidencial. Y por aquel innecesario llamado a tomarse las calles, para defender su programa. Un llamado que no obtuvo una respuesta masiva, ni atronador entusiasmo, pero volvieron a resonar los señalamientos a la oligarquía en el discurso del balcón presidencial, al calor de sus reflejos caudillistas, con los que busca movilizar las bases y reconectarlas con él y sus propuestas.
Y ahí es donde salen a la luz sus reflejos caudillistas cuyo eco llega hasta Jorge Eliécer Gaitán, inspirador suyo, capaz de mover masas cabalgando sobre la emocionalidad, cuando el fanatismo manda y desaparece el afán por los consensos porque la serenidad se esfuma.
Y hay otro rasgo inédito entre los gobernantes que hemos conocido y que le hace mostrar las orejas: el carácter temerario que marcó su pasado. El Petro radical que terminó jugándose la vida en la guerrilla, capaz de ir hasta el fondo y forzar sus convicciones, sin miedo a perderlo todo en el intento. Actitud que se repite al tenor de los debates en el alto gobierno, intensos, ásperos, impacientes, desesperados y ofensivos, hasta terminar haciendo lo que el presidente diga; tal como ocurrió con el proyecto de reforma a la salud.
Sigo con mucho interés el gobierno y soy una convencida de la necesidad de reformas profundas para avanzar hacia una sociedad más armónica, que repare inequidades acumuladas; inaceptables. Pero no creo que salgan adelante a los coñazos, como dirían los españoles, y menos con el desespero caudillista que termina encegueciendo con finales trágicos que ya conocemos.