En estos días de añoranzas y de recuerdos vienen a mi memoria los mecatos que se ofrecían en los andenes y de los cuales, a Dios gracias, aún quedan algunos vestigios.
Voy a comenzar por las desaparecidas grosellas con sal que vendían en unas carretas, en las que además ofrecían las famosas mangas biches, peladas y partidas de manera primorosa en unos cascos bañados también con harta sal y las jugosas piñas maduras, cortadas en gruesas rebanadas, dulces como la miel con las que uno se embadurnaba deliciosamente.
¿Y qué me dicen de los nísperos cafecitos, los rojizos corozos, las purgantes pitahayas, las simplonas guamas y hasta las encantadoras chirimoyas llenas de pepas que uno no sabía dónde poner?
Pasemos ahora a los chontaduros, a cuyas vendedoras hasta estatua les hicieron y que casi no hay dónde ponerla, pero que después de varios años en que la negrita por poco muere de tristeza, hoy finalmente está entronizada en la entrada del hotel Dann Carlton.
¿Díganme si un chontaduro callejero con sal y hasta con miel antes de almuerzo no es la mejor de las entradas? Y ahora último que adquirió estatus, ya hay sopas, mermeladas, salsas, jugos, convirtiéndose en un pasaboca exquisito, aderezado con aceite de oliva e incluso con caviar.
A su turno, el mejor antiestrés son las galletas costeñas crocantes empacadas en inocentes bolsitas plásticas, que uno compra y paladea en medio de los horrorosos trancones que el equipo Eder-Hadad-Tabares, seguramente lograrán destrabar sin acabar con este mecato que, además, deja el vehículo listo para una aspirada.
No puedo dejar de mencionar las papitas en finas rebanadas que fritaban a la entrada del edificio de la Cámara de Comercio, a las que le hacía viaje y que le competían ventajosamente a las legendarias de Salerno, de la recta a Palmira y, las del bar Mimillo, que hoy las expenden en un localito cerca a la salida del centro comercial Centenario.
Tampoco puede faltar en este incompleto recuento, el maní recién tostado, ofrecido en unos cucuruchos de papel amarillo, que le da la pelea, el empacado al vacío con todos los requeñeques de asepsia y salubridad.
Se me estaban olvidando los pedazos de coco, las gelatinas polvorosas y las cucas de las Clarisas - todo un pecado venial- , así como tampoco he vuelto a escuchar al psicólogo callejero que ofrece que ‘se arregla la de-presión’ (refiriéndose a las ollas pitadoras) y ni más las vendedoras de pandebono.
Curioso que todas estas delicadeces que uno se llevaba a la boca y lo sigue haciendo, jamás nos cayeron mal, ni nos produjeron maluquerías de estómago, ni rebotes biliosos..., ¿por qué será? Como sé que me quedaron pendientes otras sabrosuras callejeras, quiero pedirle a Kiko Becerra, experto en el tema, me dé luces sobre el particular, e igual le ruego a mis lectores una manito para concluir el tema.
Y como hasta en estos temas deliciosos también hay notas amargas, quiero decirles que detesto los vendedores de mazamorra vociferantes, con unos altisonantes altavoces que conmocionan la tranquilidad de los barrios donde el perifoneo está prohibido y que la autoridad ambiental pareciera tener los oídos sordos y no los sancionan como es su deber.