Después de quince días de metrópoli, entregado a una Feria Internacional del Libro en la cual presenté mi obra poética íntegra por la editorial más prestigiosa en el idioma español, más La novia dijo no, que hace parte de la saga de Los días contados en la que de nuevo aventuro mi pluma, como aún puede decirse, así ahora esta solo se use para estampar dedicatorias en las páginas iniciales, y el trabajo literario sea a teclazo electrónico limpio, regreso a mi casa en el campo, y no digo a mi casa de campo porque como me hizo caer en la cuenta Totó, así se denomina la casa de recreo mientras uno continúa su vivencia en la urbe. Analizo de paso que mis frases se han esponjado, alejándome de ese mot just que practica mi colega Eduardo Escobar siguiendo a Gustave Flaubert, y me pierdo entre la hojarasca protegida por paredes de corcho de Marcel Proust, el de Á la recherche du temps perdue. Pero qué le vamos a hacer.
La hojarasca, qué palabreja vejatoria con la que solía condenarse el palabrerío que no venía de parte alguna y a ninguna parte llevaba, antes de que a un genio incipiente le diera por titular así su primer follaje. Y antes aún otro vejete experimentativo bautizara su saga como Hojas de hierba, que es más o menos lo mismo.
Salen a recibirme los dos perros que me ha dejado de herencia la perra vida, a quienes mimo con el esmero que creo haber tenido con quienes llevaron en vida sus nombres, por quienes el sol ya no sale ni las tardes ventean, y que fueron amigos muy queridos de mi alma y de mi cuerpo mientras vivieron, nada menos que Monje y Dina, Elmo y Merlini. Con Elmo caminé casi todas las cuadras que mide el mundo, y a Dina le convertí cada una de las partes de su articulado en poema, galardonado en su momento como El cuerpo de ella.
A Whitman me lo aprendí en la traducción de León Felipe (‘Me celebro y me canto a mí mismo’), de la que después oí decir que no tenía que ver con el verbatim del original, pero ya no había nada qué hacer. Ni la traducción de Concha Zardoya (‘Me celebro y me canto’), ni la de Francisco Alexander (‘Me celebro y me canto’), ni la de Mauro Armiño (‘Me celebro a mí mismo y a mí mismo me canto’), ni la de Leonardo Wolfson (‘Me celebro y de mí mismo canto’), ni la de Eduardo Moga (’Yo me celebro y me canto), ni la de Borges (‘Yo me celebro y yo me canto’), ni la de Joe Broderick (‘Yo me celebro, y me canto’) me volvieron a elevar al pináculo adolescente. Pensé imitarlo en adelante, pero un poeta que se cante a sí mismo implicaría un enamoramiento de Walt. Sin embargo sigo intentándolo. Y más ahora que gracias a la poesía poseo millones de hojas de hierba y de hojas de árboles en La montaña mágica, la hectárea de mi propiedad en Villa de Leyva, una heredad caída del cielo.
La única actividad que desempeño cuando salgo a caminar por el bosquecillo es la de desbrozar las ramas secas de los árboles y los arbustos, y en ello pongo tanto empeño que me siento un barón de Humboldt descubriendo y catalogando la nervadura de cada hoja.
En alguna parte leí que a Whitman se le acercó un niño con un puñado en la mano y le preguntó: ¿Qué es la hierba? Y él le respondió que era el emblema de su alma tejido con verdes esperanzas, y el pañuelo de Dios, cual regalo fragante para arroparlo. Y que cada brote de hierba era un memorial de quienes se han ido y la promesa de quienes están por llegar. De modo que en cada hoja de hierba veo a un amigo de los que han partido y me imagino a cada uno de los que volveremos a ver si permanece el planeta.
Levanto la vista y en vez del cielo contemplo unos robles de 40 metros que pertenecen a mi mujer a mí y a mis perros que los orinan. Como no hemos podado el pasto en semanas crecen innumerables los dientes de león sobre los que me acuesto a dar vueltas para diversión de mis perros. Me levanto antes de que mi mujer crea que me ha dado un yeyo. Se me acerca con una copa de vino y me dice que me acaban de llamar para invitarme a un festival de poesía en Buenos Aires. Y no me pide que la lleve porque para qué voy a llevar leña al monte. Leña incombustible. Bendita.