Cuando se inauguró el Centro Pompidou, diseñado por Enzo Piano y Richard Rogers, hace casi medio siglo, el escándalo fue mayúsculo. Era como un carro por debajo. Un edificio enorme con las tripas de colores por fuera: las vigas de amarre, los ductos de ventilación, los tubos que llevaban el agua y la energía, las escaleras eléctricas externas y transparentes. Esa arquitectura high-Tec, atrevida y revolucionaria, era un buen receptáculo para lo que iba a albergar, que era el arte del Siglo XX.

Se necesitaba un observador generoso y poético como el abuelo de Mona, para llevar a su nieta, a punto de quedarse ciega, a un recorrido por el Centro Pompidou, como remate a su paseo de siglos por los museos de París para que la niña guardara en su memoria la belleza del mundo, como lo narra Thomas Schlesser en su libro ‘Los Ojos de Mona’. De hecho, el arte moderno refleja al mundo moderno, pero no su belleza, sino su energía, sus contradicciones, sus desafíos, su arrogancia, su desdicha. Y su fealdad.

Tiene algunos aciertos el abuelo de Mona moviéndose entre esa selva de obras tan disímiles, tan desconcertantes, ninguna muy reciente, que prefiguran el fin de la pintura y de la escultura para dar paso a las grandes instalaciones tecnológicas que serán al final la máxima expresión artística del Siglo XXI, y requerirían otro museo. ‘La Aurora’ de Pablo Picasso, (1942) la figura humana descompuesta y recompuesta en ángulos sobre un plano que es el deseo, por lo demás exitoso, de romper toda la historia del arte en pedazos; debió llamarse ‘El crepúsculo’. ‘Pintura (plata sobre negro, amarillo y rojo)’ de Jackson Pollock, (1948) que crea formas nacidas de regar pintura de colores sobre un lienzo puesto en el piso (dripping) en una especie de alucinación inconsciente guiado por una fuerza incontrolable. Expresionismo abstracto, a veces afortunado.

Jean-Michel Basquiat, producto de los barrios bajos neoyorkinos, que muere muy joven de una sobredosis y lleva a los museos los grafitis callejeros, denunciando el racismo y la exclusión de la sociedad norteamericana; ‘Sin Título’ (1983) negro resumen de esa tragedia. Marcel Duchamp ‘Portabotellas’, (1914), que es un portabotellas y una bofetada a cualquier competencia técnica, porque arte para él es simplemente lo que se le ocurre al artista. René Magritte, ‘El modelo Rojo’ (1935) unos zapatos que se van convirtiendo en pies, pintura impecable que explora el surrealismo, el reino del subconsciente.

Frida Kahlo. ‘El Marco’ (1938) un autorretrato que resume su angustia, enmarcado por un vidrio pintado del folclor mexicano; el surrealismo expresado en su dolor de mujer atormentada, superado a través de la pintura de sí misma. Otra mujer que pinta todo lo contrario, Georgia O’Keeffe; ‘Estrías rojas, amarillas y negras’ (1945) son como oleadas de color de una clara connotación sexual femenina. El mundo glorioso de la carne.

Y algo muy bello, Constantin Brancusi, ‘El pájaro en el espacio’ (1941), que es la esencia de la escultura, la pureza total de las formas a través de la abstracción. De pronto escultores como Brancusii, Alexander Calder, Henry Moore, con su perfección formal, serán la imagen esperanzadora y sobreviviente del arte del Siglo XX en medio de la desolación de la pintura. Ningún nombre francés en esa larga lista. Mona termina su recorrido entre una sorpresa y una turbación, que la curan.