La semana pasada murieron nueve migrantes en el río Bravo, cerca de la frontera entre México y Texas. Esta tragedia es una más en la creciente crisis que enfrenta Joe Biden ante la explosión de refugiados latinoamericanos que buscan asilo en Estados Unidos. Se espera que al final del año hayan entrado más de dos millones de inmigrantes desde México.

Lo nuevo es que lo que antes era el paso para los mexicanos, hoy más de la mitad de los adultos y familias con niños vienen de Venezuela, Cuba, Nicaragua y otros países de Centro y Sudamérica. La frontera de casi 400 kilómetros, con río incluido, se ha convertido en el punto de esperanza para quienes dejan sus países para buscar un mejor futuro. La realidad es más dura: cada vez más los migrantes mueren ahogados o deshidratados, o son detenidos en el intento, convirtiendo este trayecto en una de las rutas de migración más peligrosas del mundo.

La historia no es única a las Américas. Las travesías en el Mediterráneo central y las rutas internas de desplazados en África y Asia son realidades igualmente imposibles de resolver, creando no solo un caos humanitario global sino profundas heridas en el tejido político y social.
En EE.UU. la crisis de la frontera se calienta cada día más. A medida que se dispara el número de migrantes desde todo el continente, el gobierno de Biden parece maniatado. Al llegar al poder, el Presidente intentó diseñar una política más humanitaria que la de su predecesor, quien se hizo famoso por sus promesas de construcción de un “muro hermoso” entre México y EE.UU. El muro no se alzó, pero sí se impusieron regulaciones estrictas para el paso de migrantes.

Para ser sinceros, la inmigración bajó por razones obvias: en la era Trump fueron comunes las deportaciones, las detenciones infames de niños en jaulas, separados de sus padres, y la devolución de miles de hombres y mujeres mediante la ley ‘Remain in Mexico’ y otras medidas.

El empático Biden intentó otras opciones, mediante acercamientos a gobiernos de América Central, trabajo intergubernamental para mitigar el paso, e intentando agilizar los procesos de asilo. Pese a las buenas intenciones, desde enero de 2021 se dispararon los arrestos, las muertes y el número de ‘coyotes’ criminales que cobran para llevar inmigrantes en condiciones infrahumanas.

El resultado es un lío a tres bandas para el gobierno, especialmente al acercarse las elecciones legislativas en noviembre. Para simplificar: las medidas actuales no funcionan ni para solucionar ni para detener las tragedias. Salvo que se encuentre el equilibrio entre prevención, control y eficiencia, el legado de Biden estará manchado de sangre y frustración.
Por otro lado, los oportunistas gobernadores republicanos de Texas y Arizona decidieron trasladar en enormes buses los inmigrantes en sus fronteras a estados demócratas como Nueva York y Chicago y a la ciudad de Washington D.C.. En estas ciudades no hay preparación, ni recursos ni capacidad en los gobiernos locales y estatales para ubicar las familias víctimas de esta ‘deportación’ interna.

Cae en las organizaciones religiosas y las ONG el peso de alimentar, hospedar y buscar empleos y colegios. Los consulados en estas ciudades, incluyendo el colombiano, no se dan abasto para procesar solicitudes.
El tercer problema es político y de gran impacto. Los republicanos, de fiesta con los enredos de sus rivales, han emprendido una campaña de desinformación que asegura que los inmigrantes son criminales, que están en el país para tomarse el poder y desplazar a los trabajadores blancos, y que son responsables de distribuir fentanil a la sociedad a la sociedad americana.

Lo grave es que el mensaje ha calado al punto que más de la mitad de los americanos se lo cree. El resultado, como ha sucedido en toda Europa, es el aumento del nacionalismo, la xenofobia y el apetito por la política de extremos con todas sus ramificaciones y peligros. Todo esto en Estados Unidos, el país que se enorgullece de ser el “melting pot”, crisol construido como país abierto a todas las culturas. Toda la historia es complicada; la humanitaria, la política y la crisis de identidad de un superpoder venido a menos.