A finales del siglo pasado, cuando se derrumbaron los socialismos y el capitalismo se impuso en solitario, se solía decir que habíamos llegado al ‘final de las utopías’ que habían inspirado las luchas sociales y políticas desde el Siglo XIX e, incluso, desde antes. El mundo que se inauguraba era el único posible. No había que construir paraísos encantados y, mucho menos, gastar energías en la búsqueda de la realización de ideales imposibles. ¿Qué podíamos esperar en el futuro? La respuesta en ese momento era muy sencilla: “Nada diferente a lo que ahora tenemos”.

El sueño de sociedades igualitarias, por ejemplo, había tenido un arraigo muy hondo en muchos lugares. Pablo Neruda nos cuenta en su libro ‘Confieso que he vivido’, que en los años 1960 fue de visita a China y salió asombrado. Ese país había llegado tan lejos en la propuesta de la igualdad que todos sus habitantes estaban vestidos de azul y con el mismo modelo: “Un traje de mecánico que cubría por igual a hombres y mujeres, dándoles un aspecto unánime y celeste”, igualados por el trabajo.

Hoy en día podemos preguntar si una sociedad igualitaria es posible e incluso deseable. Hay desigualdades inadmisibles, es cierto; pero en nombre de la lucha por la igualdad no podemos arruinar la riqueza de la diversidad y la heterogeneidad, como motor para el progreso: “Gracias quiero dar al infinito laberinto de los efectos y de las causas”, dice Jorge Luis Borges en ‘Otro poema de los dones’, “por la diversidad de las criaturas que pueblan este singular universo”.

Sin embargo, las utopías no han muerto. Existen por lo menos tres aspectos (ya tratados en esta columna) en los que no podemos claudicar, tres tareas apremiantes en cuya realización debemos enfocar todos los esfuerzos, tres ideales a los que los seres humanos nunca debemos renunciar. En primer lugar, la lucha contra la pobreza y la miseria. No es admisible que haya en el mundo personas que mueran de hambre por carecer de los mínimos recursos para su manutención en un mundo de abundancia. Que los bienes estén desigualmente repartidos, paso. Pero que haya personas desprovistas de todo, es inadmisible.

En segundo lugar, la lucha contra la guerra y por el control de la violencia. Sabemos que los hombres no somos mansos ni buenos y que los motivos para la contienda existen a granel. Pero lo mínimo a lo que podemos aspirar es a que los conflictos se resuelvan por la vía pacífica, sin que impliquen la eliminación del adversario. La guerra ha sido una constante en la historia. Pero tenemos que aspirar a la construcción de una sociedad que la supere, la sepulte en el pasado.

En tercer lugar, la lucha por la defensa de nuestra casa, de nuestro planeta, de nuestro hábitat. El progreso económico parece ir en contravía de la conservación del mundo que habitamos. Durante muchas décadas, sobre todo durante los últimos cincuenta años, nos hemos dedicado a degradar la naturaleza y los resultados, que amenazan la supervivencia de la especie humana, están a la vista: escasez de agua, inundaciones, contaminación de fuentes hídricas, pérdida de bosques primarios, emisión de gases tóxicos, desechos urbanos y rurales por doquier, huracanes y tornados, cambio climático, extinción de las especies, derrames de petróleo, ruina de las comunidades tradicionales.

Estos tres aspectos, que nutren la construcción de una utopía, no son patrimonio de la derecha ni de la izquierda, sino valores que deben ser asumidos como una empresa común, en la que todos debemos estar de acuerdo, para garantizar nuestra permanencia en el planeta. Aún hay motivos para luchar juntos.

Estas reflexiones no son otra cosa que el saludo de bienvenida que hacemos a la realización de la COP16, orientada a la defensa de la biodiversidad. Delegados de 190 países nos visitan (según la ONU son 195): presidentes, expertos, miembros de ONGs, altos dignatarios, ministros del ambiente; más de 18,000 personas según los cálculos. Es grato saber que Cali, capital del Pacífico, una de las zonas más biodiversas del mundo, es la sede de este evento.