Hace muchos años, el jurista francés León Duguit (1859-1928) escribió en su “Manual de Derecho Constitucional”, a propósito del Estado de Derecho, lo siguiente: “Si se considera al Estado como una persona, como un sujeto de Derecho, tiene que admitirse necesariamente que cae bajo el imperio del Derecho, y que no solamente es titular de derechos subjetivos, sino que está ligado por el Derecho en sentido objetivo, por la regla de Derecho”.
Agregaba: “El Estado legislador está obligado por el Derecho. El mismo Estado queda ligado por la ley que él hizo; puede modificarla o abolirla; pero mientras la ley exista, tan obligado está él a obedecerla y cumplirla como sus propios súbditos; y sus administradores, sus jueces y sus legisladores mismos tienen el deber de aplicar la ley, y no pueden obrar más que dentro de los límites marcados por ella. Este es el régimen llamado de legalidad”.
Entonces, en ese Estado, el comportamiento de todos, tanto el de quienes ejercen el poder en sus distintas manifestaciones como el de los particulares, está sujeto a las reglas que el orden jurídico tiene establecidas, mientras se encuentren vigentes.
Desde luego, hay unas jerarquías dentro de ese ordenamiento, de suerte que las reglas inferiores están sujetas a las superiores. La Constitución es normas de normas, y en caso de incompatibilidad entre sus disposiciones y cualquiera otra dentro de ese ordenamiento, prevalecen los preceptos constitucionales y deben ser inaplicados aquellos que los contraríen. Mientras no haya esa contradicción, son obligatorios.
En concordancia con ello, se garantiza el principio de legalidad. Así lo expresa el artículo 6 de la Constitución colombiana, que distingue entre la responsabilidad de los particulares ante la ley y la más exigente prevista para los funcionarios estatales. Los primeros solamente son responsables ante las autoridades -y, por tanto, pueden ser juzgados y sancionados- por infringir la Constitución y las leyes, siempre que se trate de normas pre existentes a los actos que se les imputen (garantía esencial del debido proceso). Los segundos han de responder también por vulnerar esos preceptos, pero, además, son responsables y deben ser procesados y sancionados cuando incurren en omisión o en extralimitación en el ejercicio de sus funciones.
En suma, allí están contenidas las bases mismas de un Estado y de una sociedad que se han dado su propio régimen, que han establecido y aceptado sus reglas; que se han sometido a ellas, que las cumplen y que demandan de todos -servidores públicos y particulares- su plena y permanente observancia.
Todo esto se supone conocido, en especial por quienes ejercen funciones públicas en los distintos órganos y ramas del poder público, así como en los órganos de control, y, desde luego, por los particulares. Pero no sobra recordarlo, por cuanto observamos que se olvida con frecuencia, especialmente en el sector público.
Se han ido abriendo paso criterios completamente ajenos al Estado de Derecho, y no es extraño que -casi siempre por razones políticas- funcionarios y dependencias públicas, con el pretexto de acomodaticias interpretaciones, se salgan del ámbito constitucional o legal señalado a sus atribuciones, para producir efectos distintos o contrarios a los contemplados en el ordenamiento. No debería ocurrir.