Hace un poco más de 50 años, en la noche del cinco de enero de 1974, Erich Fromm, filósofo y psicoanalista, compartía por canales radiales las ideas que le sugerían medios de comunicación tales como la televisión y para ello se permitió contar una historia que, confesó él mismo, tiene el privilegio de haber sucedido. Los protagonistas, y únicos personajes de este relato, eran un padre y su hijo, quienes iban en un carro en mitad de una tormenta cuando una de las llantas del vehículo en el que se movilizaban se chuzó. En circunstancias como esas, eran claros los pasos a seguir: orillarse, detenerse, bajarse del carro, sacar la llanta estropeada y cambiarla por la de repuesto.
Desde cualquier punto de vista, dice el mismo Fromm y lo sabemos todos, es una situación indeseable: nadie quiere sufrir un percance como esos en medio de una tormenta. Que provoque incomodidad no es sorpresa. Lo que sí fue una sorpresa fue el cuestionamiento que hace el niño; un cuestionamiento tan interesante, como digno de una sincera preocupación: “papá, ¿no podemos simplemente pasar este canal?”.
Para Fromm, la televisión posee todo un conjunto de virtudes, que la convierten en un medio tan atractivo que desenboca en una suerte de adicción, aun cuando, lo reconoce él mismo, mucho del contenido que en pantalla aparece sea sencillamente estúpido. Dicha fascinación tiene que ver con que, al ser espectadores de un televisor, se nos ofrece, mediante las posibilidades de la omnipotencia, ser como los dioses: “yo suprimo la realidad que de hecho me rodea y, en lugar de ella, me creo una nueva que surge cuando oprimo el botón”. Todo esto induce a pensar a Fromm que la televisión garantiza una experiencia tal que es difícil distinguir lo que en pantalla se muestra de lo que en la realidad ocurre, de ahí que el niño creyera no solo que las circunstancias indeseables por las que pasaba eran parte de una suerte de reality, sino que creyera sinceramente que, manipulando el control, podría suprimir la realidad desagradable de una llanta estropeada por cualquier otra realidad que en apariencia fuese mucho más favorable.
Medio siglo después de la reflexión de Fromm, los dispositivos con los que interactuamos y nos comunicamos han sufrido un avance vertiginoso. Y, sospecho yo, todo cuanto dijo Fromm de la televisión hace 50 años podría ser útil para entender nuestra relación actual, ya no solo con los televisores, sino también con las pantallas de nuestros celulares y las de nuestros computadores portátiles, que tanta fascinación nos producen, que tanta adicción nos provocan y que, muy seguramente, que tan definidamente bien diseñan la falsa ilusión de nuestra propia omnipotencia.
Quizá, la adicción contemporánea al uso de dispositivos se explique en parte gracias a la misma fascinación de aquel niño. Embelesados por la creencia de que entre nuestros dedos se halla la posibilidad de suprimir los mundos indeseables, hemos caído fascinados ante la idea infantil de que con nuestros dedos podemos crear universos según la forma de nuestros caprichos.