No soy exactamente petrista, no en el sentido de ser seguidor suyo o haber hecho política o campaña electoral con el Pacto Histórico o la Colombia Humana. Voté sí a su favor y me alegró enormemente que hubiera ganado las elecciones, con su propuesta de cambio y transformaciones.

El día de la segunda vuelta presidencial me invitaron muy amablemente como analista en la transmisión especial que hizo nuestro canal regional Telepacífico. En los comentarios previos al escrutinio defendí la de Petro como una opción que mucho necesitaba el país por cuenta de tantos cambios que estaban pendientes de hacerse, especialmente para reducir la desigualdad, favorecer a los más excluidos y cambiar las maneras de hacer política en Colombia.

Mientras defendía este punto de vista, algunos de mis contertulios señalaban los riesgos de un eventual triunfo de Gustavo Petro, argumentos que estaban en los lugares comunes de una deriva autoritaria de un posible gobierno suyo y de que en vez de trasformaciones realmente democráticas terminara por imponer el llamado socialismo del Siglo XXI, y por esa vía termináramos pareciéndonos o recorriendo los caminos de Venezuela.

A mitad de los reportes de la Registraduría me atreví al aire a sentenciar que ya a esas alturas (40% del escrutinio) Gustavo Petro era el próximo mandatario de todos los colombianos… y entonces, sentí un alivio cercano a la alegría que no disimulé en expresar en público.

En los comentarios de cierre me cuidé de expresar que este nuevo gobierno era la posibilidad de avanzar hacia una democracia más justa, ancha y profunda, construida de abajo hacia arriba y de adentro hacia afuera, y que el rol de nuestro presidente era el de liderar un proyecto de cambio, pero también de unidad nacional.

Con frecuencia me preguntan si un año después me siento satisfecho o decepcionado con su obra de gobierno. Y mi respuesta es: ni lo uno, ni lo otro.

En un país como Colombia, fuertemente atado al pasado y proclive a mantener el statu quo, y que se ha resistido históricamente a realizar grandes trasformaciones sociales y económicas (aunque sí políticas, como la Constitución de 1991), sacar adelante un proyecto de cambios realmente estructurales es un empeño significativamente complejo.

Implica convencer a muchos sectores y doblegar muchos intereses particulares (y poderosos) vendiéndoles el mérito de sus bondades, que no son otras que la de favorecer amplios sectores de nuestra población que la están pasando muy mal. Pero entiendo que estos cambios hay que alentarlos por la vía de la construcción de acuerdos y consensos, lo más amplios posible. Así que el camino de la confrontación, la polarización o el todo o nada, no son una opción.

Está claro que las grandes reformas difícilmente pasarán en el Congreso, así que la alternativa es lograr el llamado Acuerdo Nacional, que además de las reformas, incluya un consenso sobre la Paz Total. El otro gran esfuerzo del presidente es liderar un cambio real en las maneras de hacer la política, en lo cual hay un gran déficit, especialmente en la búsqueda de apoyos políticos.

Muchos celebran las dificultades actuales del gobierno y le apuestan a su fracaso, incluso a que Gustavo Petro no termine su mandato y con ello quizás impedir que avancen las reformas, pero es claro que Colombia requiere de transformaciones, no del tipo “que todo cambie para que nada cambie”, sino reales y profundas, pero en todo caso democráticas.

Más allá de la figura presidencial, hay que entender que esta es una oportunidad, largamente esperada, que hay que saber aprovechar.

¡Esta no puede convertirse en una oportunidad perdida!