Le cedo parte de esta columna a mi mamá. Escrita en 1968, por Aura Becerra de Mera, periodista en este diario durante casi ocho años y luego en El Pueblo. Mujer brillante, de prosa perfecta. Avanzada para su tiempo. Alguna vez me dijo: -”Se me fue la vida en este pueblo de mierda”.
Mi relación con ella fue más de amiga-amiga que de mamá- hija. La descubrí en su total dimensión cuando me fui, ya bachiller, a Europa durante dos años. Sus cartas eran piezas literarias. Las leía y releía. Las guardaba como un tesoro. Todavía las tengo.
En la niñez y adolescencia la veía como una pecadora, gracias a los sermones de los curas en los púlpitos y a la educación absurda de las monjas del Sagrado Corazón. Todo lo que ella hacia era pecado. Montar a caballo, competir en concursos ecuestres mixtos, no ir a misa todos los domingos, tener piscina en la casa, leer libros prohibidos por la Iglesia, jugar bridge.
Y me pasé años y años rezando por ella y regalándole rosarios el Día de la Madre para que no se condenara. Leía todas las noches y yo me acurrucaba en su cama con un librito, admirándola y pidiéndole a Dios que no se muriera esa noche y no la mandara a la paila eterna.
Aquí va su columna.
‘Otra vez el Pesebre’
Siempre sucede: me empeño en levantar un muro hostil contra Diciembre. Contra la tristeza. Porque para aquellos que tenemos más vida en el recuerdo que en el porvenir, Diciembre es triste.
Me amurallo contra Diciembre: blando y dulce fortín, erizado de buñuelos y hojaldre contra el mundo. Que se agrieta con la llegada del pesebre, como un estilete que abre una hendidura. Coraza de recuerdos. Navidades lejanas. Un zapatito de charol irreal, con la clásica media deformada. Cuajando en golosinas y juguetes, tímidos sueños
Entonces me escondo en una fraseología toda llena de travesura de palabra . Para embaucar los mil enredos del corazón. Está hecho mi Yo de tantas personas diferentes : con tantas emociones distintas e igualmente dominantes y contradictorias. Afectos, ideas, impulsos, conciencia de tantas irregularidades delicadas.
Numerosas facetas que confieren un sentido mágico a cada fragmento de mi vida. He llegado a la cima entre dos mundos y entre el ayer y hoy reparto trozos de mi alma. Mi espíritu encogido se despliega. Pero al bajar al sótano en busca del saldo de utensilios para reconstruir el pesebre, encontré en el crujir del encerado un siseo de vida. No se me escapa que en un lapso de tiempo, por amplio que sea, demasiado breve, estaré perpetuada de preferencia en los cachivaches mutilados, el colorido y desdibujado recuerdo de un pesebre.
***
Posdata. Leo de nuevo su artículo. Me impresiona esa prosa. Esa sensibilidad a flor de piel que solo surgía cuando escribía. La fragilidad de su alma revestida al exterior con una coraza de sentido del humor infinito o la intrepidez con la cual domaba un caballo en monta clásica, concursando y ganando premios.
Mujer aparentemente arisca y de pocas amistades pero leal a ellas. Murió precisamente en la madrugada de un 24 de diciembre. La Casona iluminaba como un faro. El pesebre con sus ovejas cojas, el eterno niño de todos los años, el musgo artificial por aquello de no dañar la naturaleza, el buey y el burro desorejados y descoloridos, patos, una cascada, gallinas y casitas.
Ese 23 celebramos (siempre adelantamos la Navidad). Ella en su gran final, brindó con champaña, recitó poemas de Villaurrutia, habló con sus nietos, elegante y sonriente, a sabiendas, siempre lo he pensado, que era su gran adiós. Amaneció ya dormida en su sueño eterno. Para mí, el 24 es un día de celebración y no de duelo. Un símbolo de amor. Asimismo mi papá nos dejó un Día del Padre, en pleno equinoccio de junio, también símbolo de amor incondicional. Pienso en ellos. Jamás me han abandonado. Los siento cada vez más cerca, ahora que ya entro en una recta final. Quisiera encontrarlos de nuevo y volverlos a abrazar.