La manifestación del 21 de abril fue arrolladora porque movilizó un enorme sector de la población, de origen heterogéneo, en contra de las políticas del gobierno actual.
Alcanzamos a pensar que el país completo había salido a las calles y había dado al traste con un gobierno que no lo representaba. Por eso, el 1 de mayo, esperábamos una movilización lánguida, consecuencia de las fuertes razones que había en este momento para que así fuera. Pero ocurrió todo lo contrario. Nos encontramos con una manifestación de magnitud similar, igualmente heterogénea, en dirección contraria.
Si queremos, efectivamente, pensar lo sucedido, no podemos ubicarnos en un bando para denigrar del otro, como lo hacen muchos columnistas, sino tratar de entender al mismo tiempo lo que significan ambas expresiones populares. Este es el país que tenemos. Las cartas están sobre la mesa y no podemos pensar con el deseo.
Ante una polarización de esta naturaleza no tardaron en aparecer los planteamientos sensatos que son del caso: hay que apelar a “los mecanismos institucionales para lograr el equilibrio entre las decisiones mayoritarias y el respeto por las minorías”, “en el marco del Estado de Derecho”, dice De la Calle; “hay que llamar a la reflexión para encontrar puntos de confluencia entre ambos sectores y conciliar sus mensajes”, agrega Cepeda. Eso suena muy bien y estoy plenamente de acuerdo, pero me temo que del dicho al hecho hay mucho trecho.
Después de los 16 años de Uribe y Santos (de la lucha frontal contra las Farc y de las negociaciones de 2016), la posición política más razonable era una opción de centro, pero fracasó tanto en 2018 como en 2022. La debacle la atribuíamos entonces a las torpes maniobras políticas de los candidatos comprometidos (Fajardo, Gaviria, Robledo, Ingrid, etc.). Pero realmente el problema era más de fondo. Al ver ahora estas marchas, la pregunta que me hago en retrospectiva es si efectivamente el centro político ha existido alguna vez en Colombia. O si se trata más bien de la utopía de un grupo de intelectuales de clase media, que diseñamos en el papel un mundo deseable, pero inexistente: un espacio casi vacío apenas en formación.
Los politólogos me perdonarán que “piense en sociólogo”, pero me temo que la polarización que hemos visto, más allá de los aspectos estrictamente políticos, tiene un trasfondo social. El desaliento y el malestar con el gobierno de Petro es un hecho que nadie puede negar. Y aun así la gente salió a la calle. Álvaro Gómez decía (con razón) que en Colombia hay más “conservatismo” que Partido Conservador. De manera similar podríamos decir ahora que hay más ‘petrismo’ que Petro. El hecho de que este último lidere en este momento una oposición fuerte a los poderes tradicionales, podría tomarse como un hecho fortuito. Otro cualquiera habría ocupado su lugar (Rodolfo Hernández, por ejemplo).
Colombia es un país que desde tiempos inmemoriales ha estado escindido entre un ‘país incluido’ y un ‘país excluido’, entre ‘establecidos’ y ‘marginados’ de acuerdo con el sociólogo Norbert Elías. El grupo de ‘los que sobran’ (como lo llamaban los nazis), es decir, los que están por fuera del orden social, se ha llenado de distintos contenidos a lo largo de las últimas décadas y, por lo general, ha estado excluido de la vida política, salvo cuando aparecen ciertos líderes populistas que pretenden representarlo (Gaitán, Rojas Pinilla o Petro) o ha sido dejado a su suerte como pasó con los bandoleros de los años 1950.
Pues bien, ‘los que sobran’ fueron los verdaderos protagonistas del estallido social de 2021 y los que impusieron la agenda social que llevó al triunfo de Rodolfo y de Petro sobre la clase política tradicional. Y esa agenda sigue vigente. Y seguramente sobrevivirá al fracaso del actual Presidente. Nuestros sectores dirigentes parecen no darse cuenta.
Dejemos el proselitismo barato por uno u otro bando y pensemos con cabeza fría en lo que realmente estamos viviendo. El problema es más social que político. Y más de fondo que de procedimientos. Continuará…