Han pasado ocho meses desde que el presidente Petro habló por primera vez de su idea de convocar una asamblea constituyente. Desde su campaña de 2018, el entonces candidato Gustavo Petro había reiterado que no convocaría una asamblea constituyente, a pesar de que había sido uno de los principales promotores de esa iniciativa durante casi una década. Aunque varias de sus reformas, como la pensional, la laboral y la tributaria han recibido un apoyo mayoritario en el Congreso en los últimos dos años, cambió de parecer frente a su promesa inicial con el argumento de que el legislativo le había dado la espalda a las reformas por las que había votado una mayoría. Por supuesto, esta propuesta abrió una de las mayores discusiones de todo el cuatrienio.

Con el paso de los meses, el presidente y su gabinete ofrecieron varias versiones en respuesta de qué era lo que buscaban: en un principio, la idea de convocar a una Asamblea Constituyente se fue convirtiendo en los conceptos más difusos y ambiguos del “proceso constituyente” y del “modo constituyente” de una ciudadanía, a la cual el presidente durante un tiempo empezó a llamar el “poder constituyente”. También fueron muchas las vueltas alrededor de cómo el gobierno conseguiría lo que fuera que estuviera proponiendo. Se habló inicialmente de una convocatoria a través del Congreso, e incluso de la posibilidad de un inviable decreto presidencial llamando al proceso. En ese momento, el presidente evadió cualquier claridad y respondió que invitaba a ver “menos la forma y más el contenido”. Pero en una democracia las formas son esenciales y deben ser respetadas de manera irrestricta.

Luego de tantos meses de discusión sobre para qué y cómo el gobierno proponía modificar el texto de la Constitución, el debate se quedó en la nada. Durante los meses en que más se habló del tema, el gobierno no encontró aliados significativos en la arena política ni en la discusión nacional, y sus llamados a la movilización ciudadana a favor del “proceso constituyente” tampoco le dieron la razón. El asunto rápidamente pasó de ser la principal apuesta del gobierno nacional a una de sus propuestas que se quedaron en el olvido. Afortunadamente en estos ocho meses nuestra institucionalidad ha resistido frente a una propuesta tan inconveniente.

Sería apenas entendible ese constante cambio de opinión y la evidente falta de claridad sobre cómo implementar una iniciativa, si no fuera porque se trata del presidente de la nación, de quien se espera una visión precisa sobre cómo llegar a su propuesta de futuro y también un apego por las reglas de juego de la democracia. Y, por supuesto, también por la enorme capacidad de dividir a una sociedad de una propuesta de este calibre, que no debería lanzarse como si fuera un juego. Pero, sobre todo, porque el tema en cuestión es nada más y nada menos que el futuro constitucional de nuestro país, un asunto que merece el mayor respeto y que no puede abordarse desde la improvisación.

Por la forma en que ha pasado el tiempo, queda claro que luego de semanas de divagación, la discusión parece abandonada. La forma en que el gobierno ha perdido tiempo tan valioso y ha respondido con tanta improvisación sobre una de sus ideas prioritarias permite entender la preocupante falta de orden que ha definido a esta administración.