Hay días en que somos profundamente felices y sus recuerdos se eternizan en la memoria. Uno de esos días en mi vida ocurre el 25 de diciembre, en una calle de Cali, la ciudad que me vio nacer y a la que amo tanto como a mi familia y al periodismo. Sí, puede parecer una cursilería, pero de cursilerías y de amores eternos tenemos llena el alma.

El momento mágico de ese día feliz es el Salsódromo, un enorme desfile en el que aparecen decenas de bailarines venidos de distintos rincones de esa Cali popular y auténtica, que se cura con rumba. Sus trajes de colores, sus coreografías juiciosas, sus sonrisas generosas son de esas cosas que logran conjurar cualquier tristeza. Aparecen también las carrozas con bailarines de la Vieja y Nueva Guardia, con los de la caleñidad… y con ellas los músicos que con su canto nos recuerdan que a pesar de todo, como dijo Celia, la vida es un carnaval.

Hoy, cuando faltan cuatro días para esa cita, siento mucha pena con lo ocurrido tras la polémica por las estructuras metálicas instaladas y desde ayer reestructuradas en las graderías del Salsódromo.

Quise permanecer en silencio al ver tanto ruido en el caldeado ambiente, pero al final entendí que toda esa discusión refleja mucho de lo que somos: una ciudad altiva y beligerante, pero con profundas heridas y desigualdades y también con un populismo capaz de arder la hoguera, sin importar que con ello cause más mal que bien. Entendí que les asisten razones a quienes vieron en los muros de lata un símbolo de exclusión, tal como les asisten verdades a los organizadores que explican que es un asunto de seguridad y orden.

Es triste, esa misma ciudad que transforma su cotidianidad entre el 25 y el 30 de diciembre está agrietada por dentro y eso lo saben bien aquellos que aprovechan el bullicio para prometer imposibles. Entonces pareciera que tantos esfuerzos tejidos detrás del aclamado desfile se viniera al piso. Entonces pareciera comprensible el disgusto de quienes no tienen acceso al desfile y a tantos otros eventos, que en el mundo ideal debieran ser gratuitos.

Cuántas lecciones nos deja este episodio; cuánto por construir desde el discurso; cuánta responsabilidad les asiste a nuestros líderes para canalizar toda esa beligerancia en un movimiento solidario, en lugar de acudir a la manipulación barata tan en boga en las redes sociales.

De todo este huracán de pasiones me quedo con las voces de los bailarines, con sus ganas de ser dignificados; con su sacrificio humilde y bello. Ojalá fueran muchos sus días felices. Y ojalá que esta ciudad derrumbara esos enormes muros invisibles que la fragmentan. Ojalá que por fin acabara el baile de la discordia. Y que, para seguir a golpe de melodía, atendiéramos el llamado de El Paso de Encarnación en ese pedacito sabio que nos dice “cambia el paso (Cali), que se te rompe el vestido”.

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