Y entonces, a la supuesta carta del hijo, viene necesariamente, la posible respuesta de los padres. ¿Para qué un hijo? ¿Una pareja joven desea tener hijos? ¿Un joven de 15 años tiene futuro con esperanza? La familia, padres e hijos, ha cambiado. Hoy pueden existir familias de solo parejas o familias de hijos adoptados, o hijos con abuelos o con vecinos. Entonces tanto el concepto ‘hijo’ como el de familia, entraron a reingienería porque dejaron de ser lo tradicional para zambullirse en múltiples opciones. ¿Cómo son las familias de hoy? ¿Se necesita familia? ¿Tiene sentido traer un hijo a este mundo? ¿Qué se pierde? ¿Qué se gana? ¿Qué te aporta? ¿Corta tus alas? ¿Le da impulso a tu vida? ¿Te amarra a tu pareja? ¿Te sirve de ancla, de bastón?

Podría iniciar todas las columnas con el estribillo “el mundo cambió” y por lo tanto lo que se vive es un efecto de ese ‘aterrador’ movimiento. Todas las esferas de la condición humana están obligadas a vivir la frenética evolución y como la vida humana se ha prolongado, una misma generación puede ser espectadora de variaciones que antes sólo se percibían en años. Pero los cambios más frenéticos no se dan en tecnología, innovaciones empresariales o mundos materiales, no. En el terreno de la familia, identidad sexual, pareja, amor, hijos, educación, existe un verdadero tsunami que nos ha dejado sin referentes. Lo anterior, lo que se ha vivido, caducó. No sirve, no tiene aplicación. El pasado se derrumbó, el futuro está plagado de incertidumbre y solo cuento con el presente. ¿Los jóvenes, para qué viven? ¿Los adultos pueden seguir engendrando hijos ‘porque sí’, por mera satisfacción personal, porque es parte de las tareas como seres humanos (nacer, crecer, estudiar, universidad, pareja) o debe haber un propósito mas sanador en la idea de traer hijos al mundo? No solo es asegurar el futuro de los humanos, como si fueran piezas de una maquinaria, o conejos de una granja, sino darle sentido a esa existencia. ¿Para qué entonces tener un hijo?

Una mujer profesional brillante, exitosa, decía que le aterraba que se le ‘acabara’ el tiempo de engendrar, pero que era consciente que su vida cambiaría tanto, pero tanto, con un hijo, que la paralizaba. La dualidad en todo su apogeo. Lo primero, le cortaría las alas a la irresponsable responsabilidad con que vivía. Desde un desayuno un domingo a la hora que se les antojara, hasta la necesidad de decir no a proyectos profesionales en el futuro. Y entonces la inquietud: de que me voy a arrepentir: ¿de tenerlos o de no tenerlos? A su vez un joven profesional, exitoso, decía que él y su pareja se estaban excluyendo del grupo de sus amigos con hijos porque no compartían los mismos espacios y para qué los iban a invitar a una fiesta de primera comunión si no tenían niños. Un mundo que cambia porque los hijos no existen. ¿Pero es posible una vida con sentido sin concebir hijos?

Un hijo no puede ser ni una proyección ni un alimento al ego o a la inmortalidad, ni un instrumento a mi servicio. Si mi vida no tiene sentido, el valor no me lo dan los hijos y resulta muy comprometedor engendrarlos para que ellos le den sentido. Y menos lanzarlos a este maremágnum sin ni siquiera tener elementos para garantizarles un mínimo de vida sana, solidaria y equilibrada. Nada fácil.