El reciente debate entre los candidatos a la presidencia de Estados Unidos debiera ser motivo de reflexión para quienes ejercen el oficio del periodismo, no por el debate en sí, sino por lo que este demostró.
Sobre el debate hay poco que decir. Para mí, el presidente Biden se desempeñó por encima de las expectativas que podían existir a la luz de las múltiples equivocaciones y confusiones en sus apariciones públicas de los últimos años. Y me sorprendió que el expresidente Trump no le hubiera recordado a este el concepto del fiscal especial Robert Hur para el caso de los documentos confidenciales en su poder, en el que, a pesar de considerarlo culpable, no le abrió juicio por estimarlo mentalmente incompetente para ser juzgado.
Por lo demás, el debate no fue muy distinto de lo que podía esperarse. Apreciaciones de índole general, acusaciones mutuas y pocos datos concretos. Además, el que ambos candidatos se hayan abstenido de contestar muchas preguntas formuladas por los moderadores redujo sensiblemente el ámbito de la discusión y la información sobre sus puntos de vista.
Lo que, en cambio, es trascendental es la reacción de susto y sorpresa de los millones de espectadores que, con el debate, enfrentaron por primera vez la realidad del estado del presidente de su país. Esos millones que venían engañados hasta ese momento por la información que recibían sobre su estado mental y sus actividades por parte de los medios afectos al partido de gobierno. A ellos, por años, les habían vendido unos cuentos sobre la agudeza mental del presidente que el debate probó no eran veraces. Es de excepcional gravedad que la mitad de la población del país más poderoso del mundo, con el mayor número de universidades de primera línea, haya sido engañada de esa forma por los medios de información de su confianza. Y es peor que les sigan creyendo.
Yo no soy periodista. Desde hace ya muchos años, gracias a la generosidad de las casas periodísticas que me han acogido, vengo publicando columnas con mis opiniones. Sin embargo, no me considero por eso periodista. Es cierto que busco escribir basado en datos ciertos, sobre hechos concretos y apegándome siempre a la verdad, pero pienso que se requiere más que eso para pertenecer al oficio.
En mi visión, el oficio de periodista conlleva además un compromiso con la noticia, con su inmediatez y veracidad, que va más allá de la mera expresión de una opinión. Pienso que es al contrario. Precisamente el buen periodista no debe -no puede- permitir que sus opiniones o sus posiciones personales interfieran con la transmisión completa, oportuna y veraz de la noticia. Así, el título de esta columna es casi redundante. El ejercicio del periodismo debe ser, por definición, completo, imparcial y honesto. Por eso considero de excepcional gravedad que esos medios de comunicación engañen tan radicalmente a quienes confían en ellos. Así no puede funcionar bien ningún país.
Aunque en EE. UU. también existen otros medios que sí informan los hechos reales y completos, es aterrador el poder de la colusión y corrupción de los medios que venden una versión oficial tan alejada de la verdad. ¡Tal como sucede en los regímenes totalitarios! Ruego que Colombia nunca sufra algo parecido, y que, en cambio, la independencia y rectitud de la mayoría de nuestros periodistas nos siga garantizando aquí la continua existencia del periodismo honesto.