En el mundo del canto están los que tienen voz y los del sentimiento. Estos últimos son los que transmiten, pues ponen el corazón en cada entonación.
Recuerdo ahora a la cubana Olga Guillot, la misma que inspiró a su coterránea, Guadalupe Victoria Yoli Raymond, La Lupe, auténticos terremotos a la hora de cantar boleros.
Y claro, Chavela Vargas, de la misma cofradía; sabía embelesar y emocionar con su voz. Hermana en este arte de Agustín Lara, de Louis Amstrong, de Ignacio Villa, Bola de Nieve, de ‘Cascarita’, de Robert Johnson, de Merceditas Valdés.
Chavela cantaba como si estuviera siempre al fondo de un patio en sombras, entre terrazgueros y gente desdichada; era la voz de los olvidados, el treno al fondo de las películas que no pudo hacer Buñuel, la cantante borracha en ‘El farolito’, la cantina que inventó Malcom Lowry en su novela ‘Bajo el volcán’.
Chavela cantaba al oído de los poetas, de la desangrada gente que sufre por amor, de los gozones de la vida a los que el Tite Curet Alonso llamaba “mamitos cultos”, o sea, los que trascendieron, como los chamanes, de la penca del maguey a los poemas de Jaime Sabines, de sonaron cuatro balazos a no me preguntes cómo pasa el tiempo, de José Emilio Pacheco.
No se sabe si fue el desmesurado amor o el tequila, pero Chavela llegó a los 93 y murió cantando como el sinsonte. Todos los bacanes de la ‘divine gauche’ querían cantar con ella; Joaquín Sabina, Serrat, Mercedes Sosa, y los directores de cine ingeniosos como Almodóvar, la invitaban para hacer escenas memorables, donde aparecía en un mágico altar de velas encendidas y lamentos, canora en una juma donde guitarras fúnebres la seguían por los caminos de esos pueblos en sombras que imaginó Rulfo, esas veredas donde la llorona se pasea todavía con su güipil de lágrimas.
Se había hecho hija de la tierra, de la montaña de Tepoztlán, hablaba en lenguas ancestrales, aprendidas con descendientes de Mixtecas, Tlaxcaltecas y Zapotecas. Se adivinaba así misma como ‘chamana’, porque podía ‘ver’ hacia el futuro y sabía curar con sus manos lisas, atezadas en jugos de monte. “Nosotros los chamanes nunca morimos; trascendemos…”, dijo y saludó a la muerte como a una vieja amiga, como si la conociera. Era la última gorriona del México grandioso que parió a Frida Kahlo y a Diego Rivera a quienes conoció. Por supuesto que se emborrachó también con Trotsky, fumó peyote con Clemente Orozco y asombró a Jeanne Moreau y a Carlos Fuentes. Este último dijo de ella: “Oír a Chavela es saber que no somos parte del rebaño, parte del montón. La oímos y sabemos que canta para nosotros, y sentimos que nos quiere, que nos aprecia, que nos necesita…”
Tenía una cosa en común con todos los varones: amaba a las mujeres, se enamoraba y les cantaba. De esa fidelidad a su propio sexo, manifestó: “Yo nací así. Desde que abrí los ojos al mundo. Yo nunca me he acostado con un señor. Nunca. Fíjate qué pureza, yo no tengo de qué avergonzarme... Mis dioses me hicieron así…”
Joaquín Sabina, el poeta español, la amaba. Con ella cantó ‘Noche de bodas’, una de las melodías mejor concebidas de los últimos tiempos, donde nos recuerda la necesidad de hacer de cada noche, una noche de bodas; de cada luna, una luna de miel.
Hizo del amor una inspiración diaria y exaltó a los que aman:
“Las personas, simplemente, aman o no aman. Los que no aman, jamás se elevarán ni un centímetro del suelo. Hombres y mujeres grises, sin sangre…”.
Gracias Chavela por permitir que el calor y el amor se instalaran en mi casa cuando estuvo rodeada por el invierno. Quiero decirte que derretías la nieve solo con decir “ponme la mano aquí Macorina, ponme la mano aquí…”.