El Estado colombiano ha sido parasitado por una izquierda delirante amacizada con la politiquería tradicional. Unos y otros se necesitan para sobrevivir impunes y extender en el tiempo, ojalá indefinidamente, sus mandatos de ineficacia e improvidencia.

Los líderes de estas fuerzas con escasas excepciones jamás han trabajado en el mundo empresarial, no saben en qué consiste aquello de crear y hacer sostenible un establecimiento productivo. Sus mentes parasitarias los llevan a vivir del expolio de las finanzas públicas: contratos jugosos, parcelas burocráticas, viáticos, viajes, carros blindados, escoltas, jubilación exorbitante y mucho más. Unas prebendas que sustraen recursos cuyo destino debería ser la entrega de bienes públicos a los necesitados.

La burocracia desbordada, las trabas, los requisitos absurdos, los impuestos agobiantes, las tasas caprichosas, el intervencionismo estatal creciente solo han servido para inhibir soluciones y alimentar la corrupción. Como resultado en lo social estamos retrocediendo: El Banco Mundial señaló hace unos días que ahora somos el tercer país más desigual del planeta y el de mayor desigualdad en América. El dato anterior debe leerse con otro recientemente conocido: según medición del Fraser Institute canadiense en materia de libertad económica, léase posibilidad de emprender, hacer empresa, promover el crecimiento económico y el bienestar, ocupamos un deshonroso puesto 86.

Las realidades mencionadas y la desconexión con el país exhibida por la clase política dominante, tienen que contrastarse con los planteamientos de James Robinson y Daron Acemoglu dos de los nuevos nobeles de economía quienes han dedicado sus investigaciones a analizar el vínculo de las estructuras política y económica con el crecimiento a largo plazo. Para ellos y según lo enseña la experiencia empírica es la calidad de las instituciones lo que determina el éxito o fracaso de una nación.

El hecho es que en Colombia buena parte del Estado y del gobierno se han convertido en monstruos que entraban y dificultan, no fomentan ni propician. Las reglamentaciones, los requisitos y los trámites abruman, pero también dejan grietas por donde se cuelan toda clase de torcidos y privilegios.

En esa lógica no cabe el propósito de crear empleos ni oportunidades. No importa si la reforma laboral profundiza la informalidad y el desamparo. No importa si la reforma pensional se limita a asegurar estipendios de hambre que pagarán con su miseria los jóvenes de hoy. No importa si se chambonea arrasando las empresas productivas del Estado y sacrificando ingresos. No importa si la salud es secuestrada para que los autócratas puedan decidir a capricho y según su conveniencia quienes viven y quienes mueren. Tampoco importa ahogar a los empresarios y ciudadanos mediante reformas tributarias cada vez más agobiantes.

Si algo queda claro es que no podremos superar las condiciones de pobreza experimentadas a parir de las instituciones políticas que tenemos. El Estado requiere una transformación profunda, estructural y las próximas elecciones de presidente y corporaciones brindan la oportunidad de dar un paso determinante en aquel sentido. El proceso tiene que ser impulsado por los ciudadanos comprometidos y unidos, ningún cambio auténtico puede esperarse del Oráculo Cósmico y sus compinches politiqueros.