El escenario no puede ser más apocalíptico; inundaciones en el centro de Europa, dos guerras que parecen no tener fin, los bosques de Portugal en llamas por aquí los cerros tutelares de Cali también, y ya hasta en la vía al mar y el barrio San Antonio.

Me acostumbré ya a sacudir cenizas cuando llego a la puerta de mi casa. Mientras escasea el agua y el gas -existe la nefasta posibilidad que en diciembre próximo 11 millones de colombianos no tengan gas y los bogotanos se queden sin agua en 2026- el calentamiento del planeta nos dice que es absoluta realidad con su cerco de fuego, aún en las noches.

En el confinamiento que produjo el Covid descubrí que Tarzán y Gulliver fueron de los primeros ecologistas del mundo. En la zona “clásica” de Netflix se pueden encontrar películas en blanco y negro y algunas en tecnicolor, donde volvemos a ver a Johnny Wesmuller peleando con exploradores que quieren llevarse los animales en barco para ser atracción de circos. Defiende también las crías de los tigres y leopardos. El héroe de Jonathan Swift, Gulliver, por su parte, se topa con un reino de seres diminutos a los que aprende a amar y respetar. Logra fundir la paz entre dos reinos en disputa y él mismo arrastra a la playa, en su hombro, a por lo menos doce barcos de guerra.

Enseñanzas desde el pasado; en pandemia los animales salieron a calles y avenidas, curiosos quizá de no escuchar el estropicio humano. Hoy observamos el cada vez más devastador poder de tornados y huracanes, así como la presencia de incendios apocalípticos, la conversión en desiertos de zonas otro día fértiles y la carencia de agua.

Después que se secó el Mar Aral, hace ya más de treinta años, los científicos de entonces no se atrevieron a conjeturar que lo peor se avecinaba. Desde el lado de la literatura, algunos evocábamos el poder premonitorio de la poesía; ya Gabriel García Márquez había imaginado, en su novela “El otoño del patriarca”, la visión desértica de cráteres y antiguos peces petrificados en el lugar donde otro día estuvo el mar.

El Amazonas, región considerada como la tercera fuente hídrica más importante del mundo, perece hoy entre la desertificación declarada por los comerciantes de madera. Muchos de los antiguos bosques que bordean a este, el río más grande del mundo, cinco veces mayor que el Mississippi, han desaparecido entre la tala inmisericorde y la ausencia de proyectos serios de reforestación. Por cada árbol que desaparece ahí, el mundo pierde la posibilidad de tener 75 litros diarios de agua.

Especies como los pingüinos, los lobos de mar y las focas, tienden a cambiar sus naturales rutinas, para adaptarse a un clima donde el hielo desaparece y es cada vez más difícil alimentarse.

Desde hace más de treinta años, el capitán francés Jacques Cousteau, uno de los primeros ecologistas, como Tarzán y Gulliver, denunció la catástrofe que se avecinaba y señaló los cambios perentorios a realizar para evitar lo peor. Sin embargo, el calentamiento global dejó de ser una amenaza y hoy es una escueta realidad, la misma que demandará 1 millón de esfuerzos adicionales para ser superada.

Se calcula que cada poblador de los Estados Unidos requiere, en proporción, unos 10 kilovatios hora, para llevar una existencia acorde a los patrones trazados por el modo de vida establecido, en tanto que los suramericanos, los habitantes de Argentina, Brasil, Colombia, Venezuela, Perú y otras naciones del centro del continente, consumen 3 kilovatios hora.

Las imágenes de los Tsunamis en Asia y la amenaza que estos representan para múltiples comunidades del mundo, los incendios, el deshielo en los polos, la desaparición del agua en zonas otro día consideradas despensas hídricas, ameritan el compromiso de cada uno de los habitantes del planeta, principalmente de los que viven en las naciones más desarrolladas, para avanzar seguros hacia el futuro, sin que la industria, las comodidades de la posmodernidad y los altos estándares de vida, atenten contra la naturaleza. Un pacto en el que gane la humanidad y se preserve, a toda costa, la vieja y buena tierra. Un ir de la mano, como querían los viejos patriarcas cherokees. Porque la tierra es un ser vivo, está hecha del polvo y del espíritu de la raza humana, es fuente de vida y alimento. Y es sagrada.