El 25 de junio de 2009, hace 15 años, miraba por la ventana a las primeras ardillas del verano en mi casa de casa en Hartford, Connecticut, cuando de pronto sentí un estropicio en la cocina, el flash del noticiero que anunciaba la muerte de Michael Jackson, el Rey del Pop.

Voló como un ángel con un guante de perlas en la diestra, medias blancas y zapatos de dos tonos, como un rey de las calles.

“El lugar más seguro para mí es un escenario; cuando estoy ahí me elevo, me pierdo fatalmente…”, decía poco antes de fallecer a sus tempranos 50 años en esa penúltima semana de junio.

Al igual que otros genios de la escena pública de Estados Unidos, como Tiger Woods, también empezó precozmente, guiado por su padre, como Venus y Serena y Williams, y resintió durante buena parte de su vida no haber sido un niño ‘normal’, de los que correteaban por los patios y jugaban baloncesto en las destartaladas calles del barrio de Gary, Indiana, donde había nacido un 29 de agosto de 1958. “En casa siempre estábamos cantando; lavábamos platos y cantábamos, hacíamos canciones…”, dijo al diario ‘USA Today’.

Michael Jackson tenía fijo el recuerdo de los Estudios Motown, uno de los primeros donde fue a grabar con sus cuatro hermanos mayores, y la algarabía infantil que se percibía afuera, mientras él era sometido a unas agotadoras pruebas de grabación.

La suerte de su familia en Indiana no era la mejor cuando Michael nació. Era el menor de siete hermanos y los problemas económicos de su padre arreciaban. Su progenitor era un humilde operario de grúas, pero en sus tiempos libres se dedicaba a la música, su verdadera pasión, y quería que sus hijos abrazaran este arte como una religión. Fue por eso que creó el grupo ‘The Jackson Five’, con sus hijos mayores, donde Michael, siendo el ‘baby’, vino a ser el cantante cuando su madre lo descubrió siguiendo el ritmo de una canción junto a una jaula de pájaros.

Los Jackson recordarían después el asombro de su madre al escuchar esa voz de auténtico soprano que salía del entonces frágil chiquillo de cinco años. Ya la voz había corrido por Indiana, y Jackson padre, como el resto de la familia, adivinaron que sus problemas cambiarían con este prodigio que Dios les había enviado. El niño cantaba vestido como un adulto, como un chico afroamericano de las barriadas, con chalequillo brillante y sombrero púrpura, el mismo que hacía equilibrio en su cabeza para no caer cuando bailaba con un ritmo que le era propio y natural frente a las cámaras del Show de Ed Sullivan.

Pasó toda su infancia en carros que iban de un pueblo a otro, por los días en que los Jackson se presentaban en bares de poca monta, sitios de borrachos y striptease, y luego en aviones que lo llevaban por los lugares desconocidos. Su vida comenzaba cuando se encendía el escenario. Entonces ahí empezaba a vivir, sentía que era grande, mientras tutores escolares se afanaban enseñándole cuántos estados tenía la Unión, quién era Jefferson y por qué la Constitución de los Estados Unidos se había firmado debajo de un roble en Connecticut.

Una de las cosas que más le dolía de su infancia de niño artista precoz, eran los regaños paternos, la dureza de su padre a la hora de corregirle una entonación, o los pasos de baile que debían seguir una coreografía.

Continuará...