La semana pasada en uno de los encuentros de Compromiso Valle tuve la oportunidad de conocer a una de las participantes del programa Jóvenes Transformadores: una mujer de 24 años, proveniente de zona cercana a Tumaco que mientras contaba su historia le daba leche a su bebe de 10 meses. Llegó a Cali cuando era una niña desplazada por la violencia con su mamá y hermanos. Desde temprana edad fue víctima de maltrato infantil, este flagelo que azota nuestra sociedad y que a diario conocemos a través de los medios. Según cifras del Icbf, entre enero y marzo de este año se abrieron 8.142 procesos de protección por algún tipo de violencia contra niños, niñas y adolescentes, más de 90 casos diarios, una cifra a todas luces preocupante.
Si bien su historia contenía vivencias de extremo dolor, la serenidad con la cual la contaba fue para mí, impresionante. Era como si a lo largo de los años hubiera procesado y asimilado lo sucedido, al punto incluso de casi justificar a su madre por los maltratos recibidos. Mientras tanto su bebé seguía tomando leche y pensé que, quizás, la serenidad no era más que un mecanismo de supervivencia para anestesiarse ante el dolor y sobrevivir a su propia realidad. Finalmente concluí que seguramente ella es una más de las víctimas que nunca dejan de sentir dolor, solo aprenden a vivir con él y sacan ‘lo mejor’ de lo vivido a punta de resiliencia.
Todo lo que me contó de su madre son hechos que, en gracia de discusión, podrían justificar su maltrato y violencia, pero lo difícil de aceptar como sociedad es que tengamos miles de historias con hechos ‘justificables’. Un padre o madre maltratado/a, probablemente será un padre o madre maltratador/a, entonces, ¿cuándo y cómo paramos? Sin decir que no haya maltrato en los hogares con más recursos, la realidad es que en los entornos más vulnerables y sin oportunidades estos hechos se agudizan y hacen parte del círculo vicioso que se prolonga de generación en generación.
Frente a las diferentes situaciones por las que ella tuvo que pasar, fue al menos tranquilizante saber que actualmente se encuentra en un proceso de atención sicosocial gracias al programa del cual hace parte hace más de un año. Ahora tiene su propio emprendimiento, ya que emplearse no era una opción, pues no tenía quién cuidara a sus hijos. Me contó que gracias a la capacitación y el capital semilla otorgado en el marco de Compromiso Valle, su emprendimiento ha aumentado sus ingresos y le está alcanzando para vivir con ellos y que había decidido no tener más. Cerré el día con la esperanza de pensar que ese ciclo de violencia podría parar con ella y que esos niños pudieran tener una vida diferente.
Pero, ¿cómo hacer para que esta no sea una historia aislada? Se escucha poco a los gobernantes hablando de este problema, que es uno de los más graves de una sociedad, sino el más grave. ¿Qué podemos esperar si violentamos a nuestro capital humano futuro? Niños que están creciendo sin las herramientas para poder afrontar la vida personal ni productiva. ¡Menos discursos y más acciones! Y como sociedad no traguemos entero, no podemos dejar que esto siga pasando, tenemos que alzar la voz y empezar a actuar.