Gracias a una versión en español publicada por Transparencia en el Deporte sobre una investigación de la gobernanza global del fútbol, conocí el trabajo de FairSquare del cual cito algunas líneas y comento posteriormente así:

“El fútbol es la final de la Copa Mundial vista por la mitad del planeta, y también el partido de barrio que nadie ve... El fútbol es solo un juego, pero también es nuestro ritual... Somos quienes lo hacen importante, quienes le damos significado y propósito, quienes formamos nuestras identidades, contamos nuestras historias e imaginamos nuestro futuro. Las organizaciones que establecen sus reglas, organizan los encuentros, gestionan las ligas y son dueñas de los clubes son solo custodios de nuestra herencia colectiva. Sin nosotros, ellos no son nadie... Y aun así, la Fifa, la Uefa, las confederaciones y federaciones nacionales, las ligas y los clubes han dado por sentado su autoridad y legitimidad, asumiendo que el resto del mundo acepta su monopolio... Hablan el lenguaje de la igualdad, pero sirven primero a los ricos antes que a los pobres, a las élites antes que a las raíces, a los hombres antes que a las mujeres... Hablan de derechos humanos, pero son cómplices de dictadores... Dicen respetar la ley, pero no rinden cuentas ante ninguna autoridad...”.

El informe concluye que las reformas implementadas por la Fifa en 2016 fueron insuficientes y, en ciertos aspectos, la situación incluso ha empeorado. De manera contundente, afirma que esta organización es incapaz de autorregularse, por lo que cualquier cambio significativo debe provenir de fuera de la institución.

Se describe un sistema de ‘compinchería’ que impide una depuración genuina, dado que los apoyos políticos al presidente de la Fifa se mantienen mediante la distribución de fondos.

Además, se advierte sobre los riesgos para los derechos humanos en casos como el del Mundial de Qatar, que incluye temas como el trato a los trabajadores migrantes, desalojos masivos, abuso policial y trabajo forzado.

Lo que observamos en el fútbol, y que lamentablemente es un problema generalizado en el deporte asociado, es una tendencia preocupante: las estructuras de poder establecidas en el deporte, en especial en aquellos de mayor popularidad, han permitido el surgimiento de prácticas poco éticas. Este problema se hace evidente en el fútbol, donde existen enormes mercados de aficionados y consumidores ávidos de productos y servicios. Esa rentabilidad ha incentivado a muchos actores a aprovecharse del sistema para su propio beneficio, priorizando sus intereses económicos sobre el bienestar de los jugadores, los aficionados y las comunidades involucradas.

Esto constituye una de las grandes vergüenzas del deporte moderno. En lugar de promover valores y unir a las personas, se ha convertido en un terreno fértil para oportunistas que manipulan las estructuras establecidas en su beneficio. Aprovechan su posición para influir en decisiones políticas y económicas, alejándose cada vez más de los principios fundamentales que alguna vez hicieron del deporte una fuente de inspiración y unidad.

A mi juicio, gran parte del problema radica en el sistema piramidal que estructura el deporte, un modelo que concentra poder en pocas manos y que hace ineficaces los esfuerzos por autorregularse. Este sistema, originado hace siglos en Europa, exige una evolución urgente para reducir su poder desmedido y restaurar su propósito original: ser un espacio de competencia limpia, justa y equitativa.