Salté de la cama cuando escuché el mensaje que mi mujer acababa de dejarme en el teléfono. A ese momento, todo era confuso, aunque se había difundido ya una alerta de un supuesto avión que iba a Washington, a caer sobre la Casa Blanca.

Bajé precipitadamente y encendí el televisor en el momento justo en que el segundo avión se estrellaba contra la torre sur del World Trade Center.

“Esta es la guerra”, pensé con las manos en la cabeza y salí al jardín, descalzo. El color del cielo parecía martillado por algún orfebre, y me llené por instantes de esa luz que antecede al otoño, en los primeros días de septiembre, en Hartford, Connecticut. No podía creer que todo aquel infierno estaba sucediendo a solo dos horas de mi casa, pero una estela en el cielo lo reconfirmó. Seis aviones cazas rayaron la limpidez del día con estelas de trueno, mientras en la radio se avisaba que a partir de ese instante, toda nave que cruzara el firmamento de los Estados Unidos, sería derribada. Giuliani acababa de ordenar también el cierre de todos los puentes y túneles de acceso a la ciudad.

De todo lo que vino después, del dolor y el desastre, tengo memoria de una crónica que escribí en ese momento, como corresponsal de El País en Nueva York:

“Matilde Ramos fue hasta la morgue designada por el Departamento para la Atención de Desastres de la ciudad de Nueva York. Le dijeron que ahí había aparecido el cadáver de un joven de unos 32 años, con tenis Reebok y una cadena con la efigie de un indio Sioux al cuello. “Él salía muy temprano en las mañanas para hacer ‘deliveries’ (entregas a domicilio), y estaba ahorrando para llevarme a pasar la Navidad en Puerto Rico. Ese día, el 11 de septiembre, me dijo “mami, si Dios quiere voy a poder llevarle el bate firmado por Martínez, a mi abuelo allá en Santurce”.

Matilde fue llevada hasta un gran salón donde, alineados en distintos mostradores, podía ver anillos de boda, bolsos, billeteras, relojes, prótesis dentales, pedazos de trajes, zapatos solitarios, maletines, trozos de cinturones. Su hijo, como tantas otras víctimas, pertenece a la franja anónima y fantasmal de los que ‘esfumaron’.

De todo lo que pude ver en ese tiempo terrible de hace veintitrés años, me impresionó muchísimo el velorio por una corbata: “Esteban Colón se hizo vendedor de seguros casi desde el instante en que vino desde Guánica, Puerto Rico, a Nueva York, a fines de los 80. Había sido pescador, pero comprar un bote y faenar en Nueva York, le habría demandado una inversión inicial de 5.000 dólares.

Tenía unos clientes en el piso 63 de la torre norte y el 11 de septiembre vistió su traje predilecto y una corbata de seda que había podido conseguir por unos pocos dólares en el mercado persa de Canal Street. “A él le gustaba esa corbata, porque decía que le traía suerte. Era verde, con elefantes yendo en varias direcciones”.

Entre los miles de dolientes que fueron a contemplar los mostradores de reconocimiento, Zulma Pérez se consideró afortunada. Junto a una navaja suiza y un llavero, debidamente etiquetados, encontró un pedazo de la corbata predilecta de su hijo. “Yo no sé, en realidad, si fue la de él”, dijo, “porque hay tantas corbatas, pero algo en el fondo me dijo que tenía ahí un pedacito de la vida de mi Esteban”. Zulma organizó un velorio para el trozo de corbata el 16 de septiembre del 2001.

En este septiembre, volverán las vigilias frente a iglesias y parques, y el Cuerpo de Gaiteros de Nueva York volverá a tocar, frente al río, la pieza ‘Yendo a casa’, de la sinfonía Desde el nuevo mundo’, de Dvorak.