Las constituciones proliferaron principalmente en el siglo XIX, y ellas son el producto no solamente de muchas tradiciones valiosas en los diferentes países, sino de los ideales y ambiciones de sociedades que han plasmado en ellas, no solo reglas de comportamiento que rigen para todos, sino un repertorio de ideales y de ambiciones que, desde diversos sectores, buscan crear una sociedad más justa y un mayor bienestar. En un país como Estados Unidos se habla de la búsqueda de la felicidad.

Una constitución es, al mismo tiempo, una herramienta de empoderamiento de individuos, sectores, instituciones y regiones, y que establece restricciones al ejercicio del poder por parte de todos ellos y, en general, de las principales instituciones que ella crea para gobernar una sociedad.

Cuando se habla de instituciones, la Constitución es, sin duda, la principal de ellas y, por ello, cuando el Presidente de la República o cualquier funcionario asume funciones por ella establecidas y reguladas, hace un juramento solemne de cumplirla, de obedecerla. Es así como toda la ciudadanía siente la tranquilidad y la certidumbre de que sus derechos y deberes están bien establecidos y de que no van a sufrir arbitrariedades. Por ejemplo, que su propiedad por ínfima que sea o por abundante que aparezca va a ser respetada conforme a los principios y a las reglas que establece la norma constitucional y las leyes que la desarrollan.

La Constitución adquiere un carácter cuasi sagrado. Y no se la puede manosear, ni burlar, ni simular que se está cumpliendo cuando ocurre todo lo contrario. Ella es, como ya se dijo, producto de muchas confrontaciones, en ocasiones revoluciones y, claro está, guerras. No es, entonces, un documento despreciable ni manipulable. Colombia se enorgullece de una tradición constitucional que muy pocos países pueden exhibir. Que la Constitución del 91 hubiera sustituido una que tuvo 106 años de vigencia no es un tema menor. Que sus principales dignatarios se hubieran sometido siempre a sus mandatos es una memoria histórica que nos enaltece. Por ejemplo, que el presidente Alfonso López Michelsen hubiera aceptado la decisión de la Corte Suprema de Justicia de entonces, cuando esta declaró la inconstitucionalidad de la Asamblea Constitucional que el congreso había aprobado a solicitud del presidente López, un eminente constitucionalista, es un hecho histórico que no se puede disminuir ni pasar por alto. Álvaro Uribe Vélez aceptó la decisión de la Corte Constitucional que impidió su segunda reelección en forma inmediata y sin utilizar ningún recurso retórico que pusiera en tela de juicio el respeto por las decisiones de ese alto tribunal, es otro ejemplo que tiene que rememorarse y preservarse como un antecedente de nuestro apego al derecho, al respeto a nuestras leyes.

La confrontación entre el Ejecutivo y el Legislativo que estamos viviendo no le hace honor a nuestra tradición jurídica ni a nuestra tradición democrática. Armonía y cooperación es lo que corresponde con el respeto mutuo de la representatividad que cada rama del poder significa. Cada una tiene poderes y cada una tiene límites. Ninguna tiene una situación de subordinación, se ordena la armonía y la cooperación. Y ello dentro de reglas bien conocidas y aceptadas. Y existen controles para arbitrar en derecho los inescapables desacuerdos. Esta es nuestra tradición institucional democrática. Respetémosla. Preservémosla.