El filósofo sur coreano Byung-Chul Han advierte sobre la crisis de los rituales en el mundo actual. Al respecto recomiendo un libro suyo: La desaparición de los rituales.
Del ritual del cortejo, por ejemplo, hoy quedan aplicaciones de citas donde se eligen humanos como dentro de un menú. O parejas que dirimen sus conflictos por WhatsApp, plataforma que suprime el gesto, el volumen y tono de la voz, y en general aplana y reduce la enorme riqueza de la interacción humana.
Poco queda del ritual de los grandes anfitriones, que celebraban la reunión de los amigos con las mejores piezas de vajilla, copas, decoraciones -incluso- temáticas, y donde vestirse y preparar hasta los más diminutos detalles hacían una diferencia memorable.
Qué decir del ritual de leer periódicos, el ritual del té, el ritual de la jardinería. O de leer poesía, que carece del pragmatismo y la rápida desnudez del TikTok, y es más ambigua y menos directa que los insultos vía X.
La pandemia clavó un puñal en el ritual de ir al cine, maravilla de los sentidos reemplazada por las maratones de series, de las que nos atracamos horas y días y meses hasta el hartazgo.
O el ritual de ir a mercar, a lo mejor en familia, para que los niños aprendan valiosas lecciones de economía, toma de decisiones y nutrición.
Ya sea en la colorida plaza de mercado, o al menos en el supermercado, para percibir los aromas, la textura de las cáscaras de fruta o el palmoteo de la mano sobre los aguacates maduros.
Todo reemplazado por el pragmatismo de las aplicaciones de domicilios, donde no se ve, ni se oye, ni se huele, ni se toca, ni se recorre, ni se compara, porque en la foto todos los tomates son iguales.
El ritual comienza, y el ritual termina. Por eso dice Byun Chul Han que ya ni siquiera el trabajo es ritual. Porque antes se entraba a trabajar y se salía del trabajo, y había al menos un día de descanso solo para existir sin producir, pero el cambio de las dinámicas económicas y la irrupción de lo virtual han roto los límites del trabajo y ahora copa el 100% del tiempo y los lugares, pues hasta en el ‘tiempo de descanso’ la cabeza no para.
A medida que tenemos más tiempo vaciado de ritual, nos vamos vaciando también de la riqueza diaria de los códigos compartidos.
La vida se parece entonces a una alcancía que vamos llenando de pequeñas monedas, que solas valen poco, pero que reunidas adquieren valor. Es mi meta para este año proteger y acrecentar el valor de lo ritual, ese antídoto gratuito contra la fugacidad y la trivialidad, el abaratamiento y la asepsia, la desconexión y la pereza.
Amar el ritual. Procurarlo cada día, muchas veces ojalá. No olvidar que lo opuesto al amor no es el desamor, sino el pragmatismo.