La semana pasada, entrevistado por la W, Mario Vargas Llosa volvió a hablar de su relación con Gabriel García Márquez y una vez más se encendieron los radares.
Lo más polémico, de acuerdo a los comentaristas, es que Vargas Llosa considerara en un plano menor a García Márquez al decir que no era “un hombre de pensamiento” sino un artista primigenio, alejado de las ideas, como esos músicos de jazz que, cuasi analfabetas, modifican el arte en el que se expresan sin apenas darse cuenta.
Para ser sincero, esto no me parece un insulto, aunque tampoco creo que García Márquez se ajuste a esa realidad. Es verdad que existen artistas puros, primigenios, que no necesitan de la reflexión teórica y que están lejos de las ideas acerca del arte que ejercen. Mozart debió de ser uno de estos artistas “en estado salvaje”, incapaz de teorizar sobre su oficio, pero que, al hacerlo, dejaba a todos con la boca abierta. Esto es muy visible en los músicos.
El jazz está lleno de ejemplos. Charlie Parker, Thelonius Monk, Chet Baker. Artistas al límite de la razón, casi incapaces de comprender lo que hacían. Caso muy distinto al de Stravinsky que, además de sus obras sinfónicas, escribió ensayos sobre la composición musical que aún se estudian en las facultades.
La pintura tiene también sus ejemplos. Van Gogh, sin ir más lejos. Pero la explicación de estos casos tiene un elemento particular y es que un músico o un pintor no necesitan verbalizar su genio para ejercerlo. La suma de sus observaciones y recuerdos y estados de ánimo e ideas sobre el color hacen que un trazo sea más grueso o más fino, y que los colores de fondo tengan cierta tonalidad y no otra. ¿Por qué lo hace? Él lo sabe, pero no necesita ponerlo en palabras. Como decía el novelista chileno Hernán Rivera Letelier: “Si me preguntas por qué lo hago, no lo sé; pero si no me lo preguntas, sí lo sé”. El escritor tiene una ventaja y es que la explicación se expresa en palabras, que son a la vez el material que domina.
Pero volvamos a Gabriel García Márquez. Es cierto que en su obra no hay grandes y sesudos ensayos, como en la de Octavio Paz, Carlos Fuentes o el propio Vargas Llosa. Pero en cambio está su prosa periodística, que a pesar de no presentarse bajo la forma del ensayo contiene ideas sobre literatura, política o cultura. Y es ahí donde Vargas Llosa se equivoca.
Que un texto no esté escrito a la manera del ensayo tradicional, no lo invalida como entidad o asunto intelectual. Los artículos de García Márquez están llenos de anécdotas personales y de humor, claro, pero ese es el caldo en el que sus ideas se expresan. Su discurso de recepción del premio Nobel, entre otros, contiene una síntesis poética y social muy fuerte, la de la soledad de América Latina. Muy por encima, por cierto, del trivial discurso de Vargas Llosa, que nos dejó a todos bastante perplejos.
Lo que sí fue un golpe bajo en la entrevista radial fue afirmar que García Márquez había seguido siendo amigo de Fidel por conveniencia y oportunismo. Un modo de sugerir que parte de su éxito en el mundo de la cultura, “que es un mundo de izquierda”, según dijo Vargas Llosa, se debió a una actitud interesada y pragmática. Es ahí, a mi modo de ver, donde el peruano sí saca el cuchillo contra el que, ya muerto y sin poder objetar, fue su rival durante 40 años.
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