Curioso que, refiriéndose a la velada de entrega de los premios Óscar de la Academia, muchos medios de prensa internacionales (incluido nuestro tocayo El País, de España) digan que el gran chasco de la noche se lo llevó Netflix por Roma. ¿Y no ganó tres Óscar importantísimos? Pues sí, pero tal vez para los estándares de ellos fue poco, pues el que querían ganar, el más importante, era el de Mejor Película, el último que se da y el que, según parece, lo engloba todo.
Cualquier cineasta del mundo daría la vida por uno de los tres premios que obtuvo Roma, sobre todo Mejor Película Extranjera y Mejor Director, pero se ve que Netflix tiene una idea bastante más grandilocuente del éxito de la que tienen (tenemos) el común de los mortales.
La que ganó ese honor, en cambio, fue The Green Book, una película extraña y a la vez convencional que, al menos a este humilde espectador, convenció y conmovió hasta las lágrimas. No sé si sea o merezca ser galardonada como mejor película del año, pues esas categorías son un poco caprichosas y banales, pero lo cierto es que se trata de un grandísimo film. Desde el punto de vista argumental, The Green Book puede ser clasificada como una ‘película de carretera’ (road movie) con un itinerario aventurero en el que, cada obstáculo o lance, revela a la vez dos cosas: el abismo que existe entre los dos compañeros de viaje y el modo imaginativo en que, desde planetas tan distantes, se van acercando el uno al otro.
La lejanía cultural, educativa, sexual y económica parece al principio infranqueable: un italiano mediocre, violento y grosero interpretado por Viggo Mortensen, versus un sofisticadísimo y millonario pianista afroamericano hecho por Mahershala Ali. Pero la historia acaba haciendo extrañas serpentinas y, por tratarse de un viaje por el sur racista y xenófobo de EE.UU., es a veces el italiano quien lleva la batuta, el arma salvadora.
En este tipo de filmes lo importante no es el objetivo final, sino el tiempo en la carretera. La necesidad de movimiento es la que empuja los engranajes psicológicos que modifican las vidas de los personajes. Porque se viaja para ser otro. Y algo más: por tratarse del sur violento de EE.UU., The Green Book es también un viaje infernal, un descenso al Hades. Dos desconocidos que deben ir hasta el fondo del horror y luego regresar, dándose cuenta de que ninguno es el mismo y que ahora se reconocen. Los planetas lejanos se funden en uno solo.
Este tipo de road movie es un género casi exclusivamente norteamericano, tal vez por ser un país de enormes extensiones y larguísimos trayectos, tanto que el cine ha hecho célebres algunas de sus carreteras y paisajes. Me vienen a la mente Thelma & Louise, de Ridley Scott, o incluso Lolita, de Kubrick, en donde el viaje se debe a una fuga y es a la vez un desplazamiento al interior de sí mismos en busca de un reconocimiento. Lo que en el teatro griego se llamaba anagnórisis. La revelación inesperada de la verdadera identidad.
Diré una nota sobre el automóvil, que es el equivalente de la nave espacial en Odisea 2001. Todo viaje, desde el mítico de Jasón y los argonautas, necesita de una embarcación invencible. En The Green Book la ‘nave Argos’ es un Cadillac Sedan Devilles de 1962, que llega a fundirse con los personajes. Como la astronave de Han Solo en Star Wars. No se la pierdan.
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