Inolvidables las caóticas imágenes hace dos años de la retirada de Estados Unidos de Kabul tras la toma de la capital afgana por los talibán. Decenas de miles de personas desesperadas tratando de ingresar al aeropuerto o corriendo por la pista tras los aviones que despegaban uno tras otro, hasta que ya no hubo más. En el país, quedaban millones de seres humanos abandonados a su suerte, sin futuro, sin esperanza, sin luz al final del túnel, sin túnel.

Todo el ejercicio de Estados Unidos y sus aliados en Afganistán; fue un fracaso anunciado, que a nadie debe sorprender, cuya génesis fueron los ataques a las torres gemelas por terroristas que, aunque albergados en Afganistán, nada tenía que ver con los talibán, gobernantes entonces del ‘emirato’. Se sabía que la meta, repetida y con una debacle similar, pero con consecuencias peores en Irak, de construir democracia occidental en el país, estaba condenada al fracaso. En Occidente y Estados Unidos, en particular, el tiempo se mide en periodos de cuatro años, mientras que para los talibán la eternidad es su medida, por lo tanto, se sabía que algún día volverían al poder, que una ‘democracia’ cimentada sobre una clientela gobernante dependiente de Washington no era sostenible en el tiempo y que cualquier negociación que se hiciera con los Talibán para una ‘retirada amigable’, como la que realizó Trump, no iba a ser respetada. Se sabía.

Se sabía que los talibán instaurarían un régimen brutal, represivo, teocrático, extremista, desinstitucionalizado, en el que los derechos del individuo no existen, igual al que lideraron entre 1996 y 2001 en el país. Para los talibán el poder es un medio para imponer su teocracia sunita radical.

Se sabía que la situación de las mujeres empeoraría rápidamente y sin tregua hasta el punto de convertirlas en esclavas sexuales de sus ‘maridos’ y procreadoras, que no podrían estudiar, que no podrían trabajar, que no podrían avanzar más allá de los límites de sus escuálidas residencias. Se sabía que la comunidad internacional, más allá de retórica y sanciones económicas y diplomáticas, no haría mayor cosa para defender a las mujeres y niñas de Afganistán de su miserable existencia.

Se sabía que una vez bajo el régimen Talibán la situación humanitaria de la población llegaría a niveles calamitosos, pues el país dependía de ayuda externa para su subsistencia básica, ayuda que desapareció junto con las diversas agencias internacionales, muchas de cuyas voluntarias eran mujeres. Según datos del programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, el 85% de los 40 millones de habitantes viven en pobreza extrema, el hambre se expande por todo el país, las familias se ven obligadas a vender a sus niños a esclavitud laboral y a las niñas, desde los 9 años, como ‘novias’ de combatientes y funcionarios.

Son tan extremas las políticas de los talibán que incluso antiguos aliados como Arabia Saudita y también Turquía las han condenado como contrarias al Islam.

Se sabía que en esta turbulenta y cínica geopolítica global los talibán obtendrían algún tipo de apoyo de Rusia y China, aunque con este último la relación no ha fluido por el refugio que combatientes islamistas de la región de Sinkiang encuentran en Afganistán. Sin embargo, Beijing tiene puestos sus ojos en los minerales afganos y ahí llegará. Por la guerra en Ucrania, el Kremlin ha buscado amigos donde pueda y encontró en el régimen de Kabul un buen proveedor de arnas americanas abandonadas durante la retirada por lo que Putin podría ser el primer líder mundial en reconocer el gobierno de los Talibán

Todo se sabía y así sucedió. Pocas sorpresas.