Muchos de los lectores probablemente leyeron un artículo de Shlomo Ben-Ami –asesor internacional de los esfuerzos de paz del gobierno de Juan Manuel Santos y excanciller israelí- en El Tiempo titulado La lenta y trágica muerte de los Acuerdos de Oslo entre Israel y la OLP, que en su momento generó una gran expectativa. Y quiero compartir con los lectores las preocupaciones que me generó la lectura del mismo, especialmente en el contexto de un gobierno que tiene en el centro de sus prioridades la política de ‘Paz Total’ y con las dificultades que ha tenido la implementación del Acuerdo de La Habana con las Farc, para no hablar de otros acuerdos de paz del pasado y de la experiencia internacional en la ejecución de los mismos.
En el pasado se planteaba que el objetivo fundamental de un acuerdo de terminación de un conflicto interno armado, era lograr que el actor armado ilegal, de manera honorable pudiera dejar de utilizar la violencia y se incorporara en la vida política legal con sus propuestas y argumentos, pero esto empezó a cuestionarse porque se decía que nadie deja las armas después de decenios de lucha a ‘cambio de nada’ –se habló por algunos de la ‘paz neoliberal’- y se dijo, además de las condiciones honorables para dar el paso al costado hay que negociar aspectos políticos, sociales y económicos –mínimos- que justifiquen ese paso –la discusión sobre el alcance de la agenda de la negociación-. Se llegaron a negociar acuerdos llenos de buenas intenciones, poco viables de implementar; pero a pesar de ello había que hacer el ejercicio y mostrarlo ante la sociedad, pese a que en una democracia el gobierno, como representante del poder ejecutivo, solo se podía comprometer a presentar iniciativas ante el Congreso –que es un poder autónomo- o ante la rama judicial, que tiene su propia autonomía y que nada puede garantizar que exactamente lo que se acuerde en una Mesa de Conversaciones sea lo que se hará o aprobará por las otras ramas del poder público.
Para darle un matiz de mayor legitimidad se incorpora el elemento de participación de la sociedad, con los distintos matices que encontramos en diversos procesos y por supuesto, un amplio o restringido acompañamiento de la comunidad internacional. Pero pese a ello, la implementación siempre queda coja frente a las expectativas.
En un gobierno como el actual, con una voluntad política proclive a estimular procesos de reformas o de cambios, que promueve la participación social para la construcción de sus políticas, podría decirse que en cierta medida los estímulos a la participación social y además, mostrarse repetitivos y eventualmente con el riesgo de agotar parte sustancial de su mandato en aspectos que parecieran innecesarios.
La idea de repensar el proceso y alcance de los llamados ‘procesos de paz’ podría revisarse y buscarse opciones que saliéndose de las ‘formalidades’ de dichos procesos pudieran lograr avanzarse más clara y rápidamente.
Por supuesto, eso implicaría no solo una revisión desde el campo del Gobierno y gran audacia, sino desde las expectativas de los diferentes actores armados ilegales, especialmente con perspectiva política.