Sin una estatuilla dorada en los Premios Óscar, se quedó La sociedad de la nieve, película del director español Juan Antonio Bayona, basada en un espeluznante caso de la vida real: un avión de la Fuerza Aérea Uruguaya, en el que viajaban 45 pasajeros, se estrella contra un glaciar de la cordillera de los Andes en el año 1972.
Los 29 sobrevivientes del accidente, más que nada jugadores del equipo de rugby de Montevideo y familiares, deben soportar, aparte del shock natural del accidente y las muertes que dejó, las condiciones climáticas más adversas del planeta.
La historia ha sido objeto de libro y varias películas, así como de todo tipo de análisis sobre la resiliencia de los sobrevivientes, el liderazgo y la fortaleza del espíritu humano, pero también sobre las decisiones éticas de quienes deben elegir entre mantenerse con vida rompiendo el tabú del canibalismo, y quienes preferirían morir antes que desacralizar el cuerpo de los fallecidos.
Los elementos del drama perfecto están aquí presentes, la tragedia, un entorno cerrado que impide escapar de la prueba, la vida y la muerte, las nuevas jerarquías humanas que nacen de una situación salida de control; y el tiempo que juega en contra, pues cada segundo los aleja de la probabilidad de salir de un infierno, que no arde pero sí congela.
No obstante, quiero detenerme sobre una brevísima escena de la película, que tiende a pasar desapercibida en medio del drama, pero que en mi concepto resume la paradoja de la experiencia humana.
Y es que estamos irremediablemente avocados a la inevitabilidad, pese a que nos encanta vivir en la ficción de que estamos a cargo y somos capaces de sortear los imprevistos con la sola fuerza de nuestra voluntad.
La escena es la siguiente: los sobrevivientes al accidente luchan por mantener el calor entre todos, cuidan de los enfermos y esperan la llegada de, ojalá, un helicóptero de rescate que les saque de aquel lugar. Los pocos alimentos, que han dosificado, han quedado agotados. Y de repente, cuando parece que ya nada pudiera salir peor, se produce una avalancha que penetra los restos del avión donde todos se resguardan, y quedan sepultados tras metros de nieve.
Los que pueden, salen a flote y ayudan a otros. Los enfermos y heridos perecen allí, como si esa avalancha viniera a aliviar su suplicio y la naturaleza fuera, al mismo tiempo, terrible y misericordiosa con ellos. Solo los más jóvenes y fuertes sobreviven, y no queda una sola mujer viva entre ellos.
Luego del incidente uno de los sobrevivientes, deprimido hasta la médula, se queja y se pregunta el porqué de esta situación tan terrible. ¿Qué sentido tiene? ¿Cómo interpretar que esta nueva tragedia se haya sumado a las anteriores?
Ante esta cadena de preguntas Javier Methol, de 36 años, padre de cuatro hijos y quien acaba de perder a su esposa Liliana Navarro, responde la que para mí es la reflexión más profunda de la película.
Cuenta que tras la avalancha quedó sepultado en la nieve en posición vertical, con el cuerpo de su esposa tendido de forma horizontal bajo sus pies, es decir que, si intentaba salir de la nieve tenía que pisar las costillas de su mujer y fracturarla, aplastarla. Y si no la pisaba, igual ella iba a morir sin tener la oportunidad de ser sacada por él de la nieve.
Entonces Methol, en esa disyuntiva tan pavorosa, lo tuvo todo muy claro: pisó a su esposa y salió de la nieve, luego cavó con sus manos y la liberó del agujero profundo, pero ella ya estaba tan gravemente herida que murió en sus brazos, y en ese abrazo final, él comprendió que el mayor regalo de aquella situación era sobrevivir, para llevarle el abrazo de la madre muerta a sus cuatro hijos, que lo esperaban en casa.
¿Por qué ocurre algo tan trágico? La respuesta es que no hay respuesta. Que a veces no hay que buscarle sentido ni justicia a lo inevitable. Que a veces estar vivo significa, solamente, estar desnudo frente a la probabilidad y aceptar las circunstancias como son, sin pretender imponerse a lo que simplemente no tiene ninguna lección oculta, ninguna fábula, ninguna razón de ser.
Vaya revelación tan profunda, trágica y hermosa al mismo tiempo. Que hay momentos para luchar contra todo así cueste la muerte, y otros momentos donde nada se ganaría con estar muerto también, y solo queda mirar adelante e intentar que no todo, que no todo, que NO TODO, esté perdido.
Cuándo optar por lo primero y cuándo por lo segundo tiene, paradójicamente, el mismo nombre: Sobrevivir. Sabio es quien entienda la diferencia.