En los últimos cuatro años 817 menores de edad, en su mayoría de comunidades indígenas, han sido reclutados o desaparecidos por organizaciones criminales en el departamento del Cauca. Es una cifra vergonzosa, que tiene que mover los cimientos de la sociedad y obliga al Estado colombiano a asumir la responsabilidad que le compete.
La investigación realizada por El País y publicada en su edición dominical cuenta la que, sin duda, es la historia más cruel e inhumana de la guerra que sostienen grupos alzados en armas, y el crimen organizado, contra las poblaciones que habitan esta región del suroccidente nacional. Es la transgresión de todos los derechos que protegen a los niños y adolescentes, además de la violación flagrante de las normas del Derecho Internacional Humanitario, que buscan mantener por fuera del conflicto armado precisamente a quienes son más vulnerables.
Es evidente la incapacidad de las fuerzas del orden estatales para impedir que esos menores de edad sean cooptados por las guerrillas, el narcotráfico o las bandas delincuenciales. Son 817 niños, niñas y jóvenes de menos de 18 años, o incluso miles si se tiene en cuenta que muchos casos no son denunciados por temor, que han sido obligados a salir del seno de sus familias, de sus comunidades, para unirse a la guerra, convertirse en carne de cañón de la violencia o ser víctimas de explotación sexual.
Como lo contó este diario, hay cientos de historias en las que el Estado -desde las autoridades territoriales, pasando por las Fuerzas Armadas, incluyendo al aparato de Justicia, así como a las entidades encargadas de proteger a la niñez e incluso la misma sociedad- ha fallado en su deber de brindarles protección. Que no se sepa dónde están esos menores, si han sido asesinados o se encuentran en primera fila en los frentes de batalla, es inadmisible.
Lo es también que en medio de lo que solo puede calificarse como una práctica aberrante e insensible, se siga hablando de diálogos, de paz total o pensando en ceses al fuego sin exigir primero, y por encima de cualquier principio de acuerdo, que cada uno de esos menores reclutados o desaparecidos sean regresados a sus hogares. Las estructuras armadas de las disidencias guerrilleras, el Eln o cualquier grupo criminal que los tenga, tienen que responder ante los colombianos y ante la Justicia.
El adoctrinamiento y el reclutamiento de menores para la guerra o para actividades ilegales solo se combate con la presencia decidida del Estado y con la lucha frontal contra esas organizaciones criminales. En el norte del Cauca, en el Valle o en Cali, que no es ni mucho menos ajena a la situación como se ve en algunos sectores del oriente y de las laderas de la ciudad, la obligación es proteger a la niñez, garantizar sus derechos fundamentales y salvarla de las garras de la violencia.
Ni un niño, ni una niña, ni un adolescente más muerto, desaparecido o arrebatado de su familia en medio del conflicto armado. Si ello no se logra, Colombia seguirá siendo una sociedad fallida y en deuda con sus población menor de edad.