Me encanta trabajar con símbolos, tal vez rezagos de mi atracción por el psicoanálisis. Lo simbólico es una representación, una metáfora. Puede expresar mucho más que las palabras. Un símbolo es tan elocuente que termina dejándote precisamente sin palabras. No las necesita: allí está su representación. Una bandera es un símbolo. Una rosa puede serlo. Lo simbólico parece magia porque extrae significado del cubilete del inconsciente. ¿Cómo así? Sin palabras.

Por ello no es absurdo buscarle el significado simbólico al quiebre del Monumento de la Solidaridad en Cali. ¿Qué nos dice? ¿No resistió más el peso de la farsa de no significar ya una representación de solidaridad para una ciudad que extravió su civismo, entusiasmo y colaboración? ¿Terminó siendo un cascarón sin contenido?

Se nos quebró el monumento que significaba que en Cali, jalábamos para el mismo lado, así nos marcaran las diferencias de raza, ideología, género o religión. Pero se nos ‘partió’ la solidaridad que en definitiva es conexión. Ahora tenemos dos opciones: lamentarnos, culpar a la autoridad, renegar y envenenarnos, o asumir que la solidaridad como el civismo, no pueden imponerse por decreto. Se construyen de la convicción de cada caleño o caleña, de cómo hacer mejor el entorno en el que vivo.

Sí, cada quien tiene una responsabilidad ciudadana. Y nuestra misión sería tratar de que día tras día, el lugar en que vivo, es decir mi entorno, el vecindario, mi sitio de trabajo, la familia, cualquiera de ellos, al terminar la jornada pueda tener un mundo mejor que aquel en el que amaneció. Son detalles, a veces simplezas y no todo cambio necesita dinero.

El solo hecho de equilibrar la información que transmito ya es reparador. Porque parece que se disfrutara señalando lo negativo. Una noticia buena, una mala. Los orientales lo dicen en sus filosofías: no existe el bien sin el mal, la alegría sin la tristeza, arriba sin abajo. Polarizarnos para alguno de los extremos es una manera de deformar la realidad y envenenar el ambiente.

Y es cuando recuerdo en el supermercado a la señora que se agachó a recogerle las bolsas que se le cayeron a la cajera. No tenía por qué hacerlo, no era su tarea. Pero fue su colaboración. De pronto le alivianó el trabajo a la empleada. O cuando das las gracias por un servicio recibido. O cuando respeto el semáforo en rojo, así no haya cámaras o policía. Tantas simplezas que construyen solidaridad. No es mentir, es equilibrar. No existe el bien sin el mal…

Ubuntu es una tribu africana donde un antropólogo ofreció a un grupo de niños regalarle una canasta de frutas al que, corriendo, llegara primero. Su sorpresa fue mayúscula cuando los niños se cogieron de las manos y corrieron todos unidos. “No es para uno, es para todos”, le explicaron los ‘incivilizados’ niños de África. El compartir entonces como fórmula de vida, la solidaridad como lazo comunitario. Porque también la solidaridad y colaboración, construyen salud mental. ¡Y se aprenden!

Queremos un mundo diferente qué comienza, ¿dónde? En la actitud de cada quien, en el compromiso personal por hacer que el mundo cambie. Esa competitiva ideología del “no se deje” nos ha causado cualquier cantidad de complicaciones psicológicas cuando es tan gratificante dar la mano y brindar ayuda. Aquí está la mía.