La mitad de mi vida la he pasado soñando. No hablo de la otra mitad, que la he pasado durmiendo. Como soñar no cuesta nada, qué buena vida me he dado con los ojos cerrados. Cuerpo adentro, con personajes conocidos de afuera y con otros que sólo el sueño concilia. Anoche estuve nada menos que en un concierto de rock pánico en el puente de Waterloo. Todos los amigos hippies muertos por sobredosis estaban en primera fila. Los niños de las flores entrecruzados con las niñas del alma. Arrabal y Jodorowsky encargados de la taquilla. Napoleón Bonaparte tocaba el bajo. Mi primera mujer Marlén, que hoy es un gusanito de seda en un cementerio de la Gran Manzana, me masajeaba la espalda. Terminó desnuda en el puente donde todos los músicos le tatuaban sus firmas sobre las nalgas de pergamino. Entre ellos estarían Brian Jones, Jim Morrison y el Fantasma de la Ópera. Cuando desperté todavía sonaban las notas discordantes de Grateful Dead.
Los escritores públicos se refieren por lo general a los sucesos de la vigilia. Acontecimientos entre dos soles, la prosa desabrida del ser que va deviniendo. Pocos ahondan en esa otra realidad que no es menos real aunque no se toque. La intrincada poesía del inconsciente. Para muchos escritores la escritura se emparienta con el soñar.
Cuántos hay que viven del cuento. Yo he sabido vivir del sueño. En el sueño me han dicho lo que debo hacer tan pronto despierte para seguir viviendo. Instrucciones que presto he cumplido y que me han llevado a las cimas nevadas donde no he tenido más remedio que saludar a la creación y dar gracias a Dios por ella. Me he plantado en la frontera donde fornican el sueño y la vigilia y de ambos he comido los frutos de la demencia. Si uno mira con buenos ojos las largas calles de la vida se da cuenta de que pertenecen a la hipótesis del ensueño. La rosa que crece sola en mi jardín me canta la hora. El agua de la ducha me despelleja mientras recito los versos de Viejas mujeres de Frantisek Hallas, el desollado vivo que nos presentó Zalamea. Mis hijos suben y bajan en busca del diccionario. Me mujer pela un sábalo. Entra humo por la ventana con noticias frescas de nuestra guerra perpetua. Con seguridad que hoy toca un ángel a mi puerta con un dinero que me adeudan y que ya debo. Abro los libros de la biblioteca y párrafos enteros me caen encima. Los cuadros se animan en las paredes. Los muebles de la sala comienzan a moverse como una montaña rusa. Y puedo jurar que no estoy trabado. Simplemente estoy más allá.
Una temporada de mi vida la pasé sin soñar, porque una tía me daba unas infusiones de paico que me protegerían del reino incontrolable de la fantasía onírica, donde se podría presentar el pecado. Me sentí el hombre más infeliz del mundo, porque sólo somos reyes cuando soñamos. Y sobre todo porque, ya que tampoco me pasaba nada original en vigilia, no tenía qué contar.
El legado más importante para la humanidad sería que un buen narrador le dejara el relato completo y pormenorizado de sus sueños, me dijo Jaime Jaramillo Escobar que decía un psicólogo. Y me propuse seguir su elevado consejo. En un libro de contabilidad, que titulé La central de los sueños, fui anotando mis sucesivos soñares, sin matizarlos y sin aventurar interpretaciones. Ningún editor se mostró interesado en semejante munición de episodios surrealistas. Y aquí vamos, sacando de los sueños material para ganarnos los frijoles con garra de cada día con esta escribidera que no da tregua. Viendo morir a los amigos día de por medio. Sin poder arreglar el mundo. Sin poder apagar la guerra. Aferrados a la existencia como a un libro prestado.
Hay que tener disponible un arsenal de sueños para hacer frente a la cruda realidad que nos va cociendo. Sueños que tendrán que realizarse como un destino. Si en algo ha avanzado la humanidad es en el cumplimiento de los sueños del visionario. Se necesitan soñadores para que el mundo continúe patinando sobre sus rieles. No vuelvas a invitar a nadie a dormir. Que sea la invitación a soñar y sucederán ambas cosas. Y hasta la otra.