El día que el doctor Gustavo Balcázar Monzón, en su carácter de gobernador del Valle del Cauca, sin conocerme y solo por referencias, firmó el decreto por el cual me nombraba alcalde de Tuluá, ni él ni yo sabíamos que mi proyecto vital iba a cambiar radicalmente.

En ese momento yo adelantaba una carrera judicial promisoria, y el Tribunal de Buga correspondía a mi dedicación haciéndome frecuentes ascensos: juez promiscuo municipal, juez penal de circuito, juez superior y juez civil de circuito, que era el cargo de mi predilección, como buen alumno que fui del Externado de Colombia.

Inicié como primera autoridad municipal en un tiempo difícil, pues si bien la violencia interpartidista había sido superada por el acuerdo del Frente Nacional, aún quedaban rezagos de dura criminalidad en la zona montañosa.

Pero lo que en esta nota pretendo decir es que en los tres despachos en los que me correspondió aplicar las normas del Código Penal, especialmente como juez superior que conocía de los delitos contra la vida y la integridad personal, las penas que imponía no tenían ningún tipo de rebajas, ni se hacían acuerdos con los criminales. Si la memoria no me falla, el asesinato tenía una pena de 24 años de prisión, que eran 24 y ni un día menos.

Ahora veo con preocupación que el sujeto Brayan Campo, que secuestró, presuntamente violó, asesinó, desmembró y ocultó el cuerpo de Sofía Delgado, una niña de 12 años, ya su condena tendrá una disminución de 10 años por haber aceptado la comisión de los delitos que le fueron imputados. Y como seguramente sembrará una mata de lechuga en La Tramacúa, y escribirá sus memorias, y mostrará espíritu de compañerismo con los otros hampones, acabará en libertad en unos pocos años, para reincidir en lo que sabe hacer: violar y asesinar niñas.

Eso que los expertos en derecho criminal llaman subrogados penales, no es más que el fomento de la impunidad, que lleva a la quiebra de la sociedad colombiana. Mientras los delincuentes sepan que cualquiera sea la norma que infrinjan, sus defensores lograrán el principio de oportunidad para negociar con el fiscal y obtener luego que el juez avale el acuerdo, y conseguir así una sanción menor que la prevista en el código. Por eso estamos como estamos. Mientras exista esa tolerancia para la merma de las penas, no habrá posibilidad de reducir los delitos que azotan a los colombianos.

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El padre Francisco de Roux no es santo de la devoción de la ultraderecha que gira en la órbita de Álvaro Uribe. Su vida consagrada a la búsqueda de la paz lo hace persona no grata para ese sector de la política criolla.

Ahora resulta que luego de 35 años de cometido el hecho punible por el cura pedófilo Darío Chavarriaga, jesuita, las víctimas, un caballero y tres damas se reúnen en 2014 con el padre De Roux, a la sazón Provincial de la Compañía de Jesús en Colombia, para acusar a Chavarriaga. De Roux les dice que acudan a la justicia ordinaria, y los cuatro no aceptan la sugerencia, y el Provincial Jesuita hace lo que las normas canónicas le permiten y sanciona al cura corrupto con las penas eclesiásticas.

El padre De Roux es denunciado ante la fiscalía por omisión de denuncia, de un delito que cuando lo conoció ya estaba más que prescrito.

Como dijo en reciente columna Patricia Lara, yo también estoy con usted, padre De Roux.