Hoy, 1 de mayo, viene bien rendir homenaje a trabajadores de los que poco se ocupa esta Nación: aquellos que eligieron marcharse a buscar un lugar en la tierra donde ganarse la vida.
Son muchos. Estadísticas oficiales cifran en 4.700.000 el número de compatriotas que viven en el exterior. Imagínense, son, juntas, las poblaciones de Cali y Medellín. Estoy seguro de que no son menos, pero podrían ser más.
Está bien, no todos ellos trabajan, aunque no cabe duda de que, casi sin excepción, pasan trabajos.
Sus historias son repetidas, a pesar de ser tan distintas. Quiero decir, hay en común ese punto de partida que es la compra de un tiquete sin regreso, ese de la inmigración con el que se apuesta a la incertidumbre.
Luego de zarpar, vienen entonces aventuras que casi siempre terminan siendo secretos. El inmigrante también es eso, una historia de silencios y resignaciones. Antes que nada, para bien de los suyos, a los que prefiere ocultar muchas de las penurias por las que pasa para sobrevivir.
Marcharse de aquí es una vieja historia. Primero, a Venezuela. Luego, Estados Unidos. Enseguida, España. Ahí no más, en la Península, según un estudio sobre inmigración irregular de la Universidad Carlos III de Madrid y la Fundación PorCausa, uno de cada cuatro irregulares que entra por Madrid o Barcelona con el propósito de quedarse a toda costa, tiene pasaporte colombiano.
A eso sumen cada vez más destinos: Canadá, Australia, Israel, Chile, Italia, aparte de muchos otros.
Llegan con cara de turistas, mientras pasan los filtros de los aeropuertos. O en las peores condiciones de explotación y abuso, en manos de las mafias de los traficantes de seres humanos.
Nada más desempacar, entran al mercado de los irregulares. Tal cual son y como nadie les llama. Porque, a los ojos de quienes les ven aparecer, son, antes que nada, ilegales.
Por supuesto, no son únicos. La suya es una competencia diaria -más bien, segundo a segundo- con otros como ellos, de nacionalidades fáciles de identificar por las tragedias locales que los sacaron corriendo de lo que, suponían, eran sus terruños.
Así, en ese estado de indefensión, reciben lo que a bien tienen pagarles y laboran en horarios sin fin que no admiten reparos. Sin ellos, muchas grandes economías no gozarían de relativa salud.
Eso no cambia su suerte. Por el contrario, se les persigue. No con el propósito exacto de salir de ellos sino de mantenerlos bajo control. O mejor, sometidos.
Un teléfono móvil y una casa de cambios o un banco son la línea directa con los suyos. Por ahí entra buena parte de la plata que permite que la nuestra economía sobreviva a tantos vaivenes.
Según el Banco de la República, “en 2021, el flujo de remesas recibidas por los hogares colombianos alcanzó un nivel de US$8.597 millones, con un aumento anual de 24,4% que no se registraba desde el primer cuatrienio de la década del 2000, cuando su crecimiento promedio anual fue de 24%”.
Aparte de hacerse notar en esos números, en lo demás siguen siendo invisibles. Uno de los precios que la mayoría paga por el hecho de haber tomado un camino al que se vieron forzados. Por ahí, cada vez que hay campaña electoral, los voltean a mirar. Nada más que eso.
A ellos, y a los suyos, autores silenciosos de otra forma de ser colombianos, el respeto y la admiración, no exentos de la mayor consideración.