Está claro: hasta que no haya una tragedia en un estadio, con varios muertos y muchos heridos, los dueños del fútbol profesional y el gobierno central no tomarán acciones contra la violencia que rodea a este millonario negocio.
Tampoco las directivas de los equipos, que alientan y financian las barras bravas. Conformadas en su mayoría por jóvenes que confunden el gusto por este deporte con la militancia radical y el aliento por un equipo con un propósito de vida, estas agrupaciones son el enemigo número uno del fútbol colombiano.
Ir al estadio requiere de valor, como se evidenció en el Atanasio Girardot, cuando delincuentes disfrazados de hinchas del Nacional y del Junior se enfrentaron en medio de las familias que asistían a un espectáculo deportivo y terminaron en la mitad de un combate con puñales y machetes.
Entradas gratis, financiación de los ‘trapos’, de los juegos pirotécnicos y transporte para seguir al equipo a otras ciudades hacen parte, entre otros, de los beneficios, conocidos, que algunos clubes ofrecen a los ‘barristas’, en algunos casos con voz y voto en juntas directivas, alineaciones y contrataciones de los equipos.
Margaret Thatcher, la ex primer ministra británica, conocida como la dama de hierro, comenzó la lucha contra los ‘hooligans’ con varias medidas: les prohibió la entrada a los estadios y sus alrededores así como sanciones a quien hiciera tratos con ellos como empresas de transporte, hoteles y equipos que los toleraran. Una de las más efectivas fue triplicar el precio de las entradas para las tribunas que ocupaban usualmente. La liga española la imitó para terminar con los ‘ultras’.
Sin embargo, en nuestra ciudad la cosa es diferente: las barras están en el ámbito deportivo y político, llegaron a manejar programas de la alcaldía como el de los comedores comunitarios con la excusa del ‘barrismo social’, un eufemismo para tolerar su presencia y de paso asegurar apoyo electoral, una milicia con comités políticos, económicos y militares. En el Pascual Guerrero no se mueve una hoja sin autorización de los jefes de las barras, seres sin rostro y de quienes no se conoce identidad concreta.
La prensa, que miraba el fenómeno desde lejos, ha sido víctima reciente con el corte de una transmisión de televisión en Palmaseca y las amenazas a varios comunicadores por preguntar a los asistentes qué opinan del equipo.
Cualquier medida que se tome tendrá que pasar por encima de los millonarios intereses económicos de la Dimayor con las transmisiones de televisión y el negocio de las apuestas, un ingrediente nuevo que ha enrarecido más el ambiente. Quitarle puntos a los equipos o retirarlos del torneo, el cierre de los estadios, subir el precio de las entradas, endurecer las medidas de ingreso a los estadios con cédula en mano y cámaras de identificación facial, todo está en mora de hacerse frente a lo que parece la crónica de una tragedia anunciada.