La muerte de Umberto me ha sacudido hasta los cimientos. Con su muerte se ha marchado no solo un amigo a quien he querido como a un hermano, sino también una etapa de mi vida en la que, parafraseando a José Eustaquio Rivera, jugué mi corazón al azar y lo ganó la aventura.

Me refiero a aquellos años de nuestra adolescencia en la que salimos de nuestros respectivos barrios –el suyo el Obrero, el mío, el de San Nicolás- para incorporarnos a la escena literaria de la ciudad. No nos conocíamos de antes, aunque Octavio, su padre, y Erasmo, el mío, se conocían de épocas en las que los dos eran dirigentes sindicales. Umberto y yo éramos lectores del suplemento cultural del diario El Espectador y fue por ese medio que nos enteramos de la existencia del nadaísmo y de la crisis que había provocado en su seno el artículo de Gonzalo Arango titulado desafiantemente ‘El nadaísmo es una rosa con mentalidad socialista’.

Jota Mario, Elmo Valencia y probablemente Armando Romero, los nadaístas caleños, se rebelaron contra dicha apuesta política, nada congruente con su declarado apoliticismo. Ellos organizaron, poco después, la quema en el puente Ortiz de María, la novela de Jorge Isaac, para reafirmar hasta qué punto seguían fieles al nadaísmo, esa versión andina del nihilismo. El acto empezó al caer de la tarde y fue más la parodia de una quema que una quema de verdad. Y cuando el público de esta performance avant la lettre se disolvió, fue cuando Umberto y yo nos vimos las caras y comprendimos de golpe que en ese encuentro fortuito se iniciaba una gran amistad. La que el paso de los años no haría más que agrandar. Ahora no recuerdo si decidimos en ese momento ir al Café Niza o si acordamos vernos allí al día siguiente. El hecho es que desde entonces dicho café se convirtió en la sede de nuestros encuentros cotidianos, al que concurríamos al salir de clases.

El Niza era entonces uno de los escenarios literarios que mencioné antes. El otro era el Café Bolívar, el café de los turcos. El primero más rojo e insurgente, y el otro más liberal y petit bourgois. En el Niza podíamos pagar el tinto con vasos de agua con los que pasábamos la tarde, en el Bolívar vendían delicias turcas que no podíamos pagar. En el Niza conocimos a Ramiro Madrid, Oscar Collazos, Eutiquio Leal, Arnoldo Palacios, Manuel Zapata Olivella, Max Rey, Sebastián Arias y a los nadaístas. Allí fue donde Umberto comenzó a ser escritor.