Las elecciones, en cuanto se supone que reflejan la genuina voluntad popular -aquello que resuelve y decide el pueblo, en ejercicio de su soberanía- constituyen un elemento sustancial e insustituible de la democracia. Sin ellas, no hay democracia. Impedirlas, desvirtuarlas o sustituirlas es, de suyo, un grave delito que rompe el sistema democrático.
La democracia rechaza de manera contundente y clara todo lo que signifique burla, desfiguración, falsedad o desconocimiento de las determinaciones adoptadas por el pueblo.
Por eso, sea cual fuere el desenlace político tras el proceso electoral que culminó el pasado 28 de julio en Venezuela, lo ocurrido es verdaderamente lamentable.
Un proceso de esta naturaleza debe estar rodeado de garantías. Las reglas aplicables, según el respectivo ordenamiento constitucional, deben ser escrupulosamente acatadas, y las actuaciones de los organismos competentes han de ceñirse a los principios esenciales de legalidad, imparcialidad, transparencia e independencia, lo que resulta aún más necesario cuando, en tratándose de elecciones presidenciales, compite -como en este caso- quien ejerce la jefatura del Estado.
En el debate del que se trata, aunque participaban varios candidatos, quienes mostraban unas mejores posibilidades de resultar elegidos eran el actual presidente Nicolás Maduro -aspirante a ser reelegido para un nuevo período de seis años- y el candidato de la oposición, Edmundo González Urrutia. Transcurridas varias horas desde el cierre de las urnas sin previos boletines sobre datos parciales -por causa de una interceptación tecnológica, según se informó-, al filo de la medianoche de ese domingo el Consejo Nacional Electoral declaró elegido a Nicolás Maduro y al día siguiente, sin confirmación de resultados, procedió a entregarle la credencial oficial como presidente reelegido.
La declaración del CNE no estuvo precedida por la contabilización oficial y pública del ciento por ciento de la votación; se dijo que había sido escrutado el ochenta por ciento de los votos, pero que la ventaja del gobernante ya era irreversible. No hubo veeduría técnica sobre el proceso, ni exposición de actas, ni confrontación de datos, ni exposición razonada en torno a los fundamentos de la conclusión definitiva. Lo actuado, más que certeza jurídica y política, generó dudas, desazón y justificada desconfianza. Las reacciones en contra no se hicieron esperar, dentro y fuera del país.
La oposición, por su parte, hizo públicas numerosas actas electorales recopiladas por sus miembros, según las cuales -su autenticidad ha sido puesta en tela de juicio por el Gobierno-, al contrario de lo dictaminado por el CNE, el elegido fue González Urrutia, por amplia mayoría.
Los gobiernos de varios países han manifestado no reconocer a Maduro como presidente reelegido. Todos solicitan auditoría y verificación de actas, al paso que organismos especializados como la Fundación Carter aseguran que el proceso no fue democrático.
Maduro acude al Tribunal Supremo, cuya independencia está cuestionada, y el panorama es oscuro. Unos y otros denuncian fraude y violencia. La líder María Corina Machado y el candidato Edmundo González piden intervención militar para detener lo que consideran un golpe de Estado, a lo cual responde el fiscal Tarek Saab con la apertura de investigación penal por propiciar un golpe de Estado.
Es decir, hoy en Venezuela no hay democracia.