Toda la razón Sergio del Molino cuando describe La España vacía, la de ese país que solo en sus periferias geográficas tiene ciudades grandes, si se observa en una pantalla las luces de las ciudades, España, con excepción de Madrid que está en el centro de la planicie, punto cero para llegar a Extremadura, Andalucía, Cataluña, las Vascongadas, Asturias, a Coruña.

Las luces son periféricas. La enmarcan. Todo lo demás es oscuro. No brilla, apenas existe. Es la gran España vacía, con cientos de pueblos llenos de magia, historia y leyendas, pero que apenas existen para el turismo.

Me fascina descubrirlos y recorrerlos, entrar a sus bares que reúnen los pocos habitantes, con sus boinas, sus tabacos, acodados en las barras, mirando la enorme pantalla que transmite el partido de fútbol. Mujeres mayores con paso lento que llevan la compra del día, algunos jóvenes con tatuajes y piercings en el chismorreo coloquial, adolescentes en edad de merecer, casi ningún niño.

Esta es la verdadera España. La que escucha de los más ancianos historias de esa guerra inhumana y fratricida, conserva intacta su gastronomía y sus costumbres, no está interesada en conocer las capitales, casi que ni los otros pueblos cercanos.

No saben que es Zara, ni Primark. No pertenecen al rebaño de la sociedad de consumo, son del campo, de su pueblo, rodeado de vacas, ovejas, estepas áridas, montañas, calas, bahías, océanos.

Cada pueblo diferente, iguales en su esencia. Son de su pueblo, su gran útero.

Con la hija que me acompaña en esta aventura Cantábrica decidimos internarnos en esa España profunda, caminos terciarios, curvas estrechas, bordeando acantilados de vértigo, recorrimos el País Vasco. Hablan euskera, ni una señal en castellano. Ellos no son España. Casitas desperdigadas entre bosques de pinos, placitas diminutas, ermita, gente amable, un poco sorprendida de este par de extranjeras colombianas.

Ya el sol se ponía y el cielo se debatía entre el rojo y la noche de luna llena. Un pueblito perdido, una ermita abandonada, casas de piedras milenarias, leños apilados para el frío que llega. Nos subimos al carro alquilado y no prendió. Arranque imposible… Timón atascado.

Devolverse al bar ya vacío, un cincuentón de barriga pronunciada, ojos claros y dos dientes, olía a campo, a poca ducha. Mi hija le pidió ayuda. Alma buena, ángel de la guarda en gordo. Subimos a su coche y nos condujo a la gasolinera más próxima, unos seis kilómetros. Al maldito carro le faltaba un aditamento en la gasolina. En Avis nunca nos explicaron algo llamado “blue”.

Comprar el tarro, el embudo, cinco litros del líquido espeso, regresar al pueblo con el ángel mueco y sudoroso al timón. Ya en el pueblo, con la luna llena por linterna, lograr que el motor arrancara… Salvadas.

Regresar a la capital cantábrica, darle gracias a los ángeles invisibles. Somos tercas. Hoy lunes que escribo esta nota, vamos a reiniciar nuestro ‘puebleo’. Mirar la profunda España, olerla, hablarle, sentirla. El trigo, los caballos, un buey, la hogaza de pan bañada en tomate, la de verdad, la columna vertebral de este país lleno de magia y diversidad, inagotable.

Y si nos varamos en otro pueblo escondido, valió la pena. Ítaca es la travesía. “Colmada de aventuras y experiencias, sin asustarse de Cíclopes, ni airado Poseidón”.

Mañana dejaremos Santander, sus playas, sus rocas, sus espumas blancas que estallan ese mar misterioso. Veremos las cuevas falsas de Altamira donde el Toro es sagrado, y ‘pueblearemos’ hasta llegar a Asturias, ‘Patria querida’, Oviedo nos espera al anochecer.