La institucionalidad es vital para el desarrollo, la competitividad y el bienestar social. Esta incluye estructuras estatales y reglas jurídicas, así como conductas y principios éticos de los ciudadanos, usualmente construidas por generaciones, que determinan la estabilidad de las democracias.

Nuestra institucionalidad es frágil, muy frágil, entre otras razones porque a través de los tiempos no se ha construido con base en consensos sino por la imposición forzada e incluso violenta de posiciones polarizadas. Desde que nació nuestra República primó la división y no la búsqueda de acuerdos. Múltiples Constituciones han reflejado disputas regionales y políticas. Desde la discordia por el modelo autoritario que adoptó el Libertador Bolívar, en oposición a los santanderistas que se inclinaban por la vigencia de las leyes y la democracia, siguieron todas las luchas entre federalistas y centralistas, y entre liberales y conservadores, que originaron innumerables enfrentamientos violentos. El Centro de Información y Documentación Internacional de Barcelona, Cidob, reporta 54 guerras civiles en la historia del país: 14 de conservadores contra liberales, 2 de liberales contra conservadores y 38 de liberales contra liberales.

En cada momento se impuso una visión sobre otra, sin recurrir al consenso, sobre temas que iban desde la estructura del poder público, hasta su intervención en la economía –proteccionismo conservador vs. libre comercio–, pasando por la relación entre Iglesia y Estado, por mencionar solo algunos aspectos de la polarización histórica.

Ni siquiera con el Frente Nacional el país aprendió a construir consensos políticos. Aunque en 1956 el Partido Conservador y el Liberal firman el Pacto de Benidorm, que estableció su alternancia política con una aspiración de paz, la violencia no tardaría en reaparecer. Los grupos armados extremistas, el poder de las economías ilegales y las organizaciones delictivas de la corrupción lograron injerencia en la política generando amenazas y nueva violencia.

Tampoco la Constitución de 1991, en la que fuerzas liberales, conservadoras, del M19 y Salvación Nacional buscaron acuerdos más amplios, logró convivencia duradera. Esta generó importantes avances en materia de derechos, pesos y contrapesos, pero con el paso de los años no fue suficiente para que la institucionalidad ofreciera el espacio necesario para abordar la polarización.

La coyuntura que vivimos no ha sido distinta a otros momentos de la historia. Gobierno tras gobierno repiten los mismos errores. Se imponen discursos divisionistas sobre la salud, la educación, la seguridad, la economía, la propiedad privada… Todo se maneja por mayorías mínimas, no por acuerdos amplios. Las decisiones reflejan a la mitad del país, así la otra mitad piense lo contrario. Aún peor, se logran mayorías, no por debates ni justificaciones racionales, sino por compras de apoyos con burocracia y relaciones clientelistas. Al final, a pesar de los llamados a acuerdos nacionales que se anuncian un día, se imponen las actitudes de confrontación al día siguiente.

La esencia de la democracia es que existan opiniones diversas, y hasta opuestas, pero también que con discusiones argumentadas se resuelvan las diferencias y los conflictos, con miras a construir los consensos más amplios. Así las leyes y políticas logran la legitimidad y aceptación necesarias para su aplicación. En un entorno como el actual solo resta tener la esperanza de que el Congreso sepa leer las expectativas del país e identifique con responsabilidad, por encima de las ideologías, los temas prioritarios en los que puede y debe construir soluciones que representen a la Nación. Del mismo modo que el Gobierno supere la inestabilidad administrativa de su primer año y demuestre con hechos la voluntad de convocatoria que anuncia, evitando las exclusiones o las mayorías precarias que no conducen a ningún resultado positivo para la sociedad. Y que la gente no caiga en la apatía y el conformismo, pues la institucionalidad no es solo responsabilidad del Gobierno, sino también de los ciudadanos.