En 1829 el emperador chino Daoguang prohibió el consumo de opio en China, comercio que estaba en manos de la Compañía de Indias Orientales sobre la cual se construyó el poderío británico en Asia, apoyado por su armada. La asociación público privada más exitosa de la historia. El ministro chino Lin Hse Tsu le envió a la reina Victoria en 1839 una carta memorable cuyo contenido está más vigente que nunca, donde le pide que cese ese comercio que está envenenando a su pueblo. Ese intento fracasado de prohibición desata dos guerras que pierde China. Como resultado, el enorme país se abre comercialmente y de hecho se legaliza el comercio de opio.
Ese mercado apareció de la siguiente manera: Inglaterra le compraba a china porcelanas, seda y te. Como China no le compraba nada, los bienes se pagaban en plata física, lo cual generó a los ingleses un enorme déficit comercial. Como no había suficiente plata los comerciantes ingleses decidieron contrabandear opio producido en el Imperio Otomano, Persia e India para pagar con él las lujosas mercancías. El opio se convirtió en la moneda de cambio y los adictos se multiplicaron. El asunto nunca fue un tema ético, fue una cuestión de comercio y de dinero, legalizado por el poder político dominante.
Nada distinto a lo que sucede hoy en día, aunque un poco al revés. Colombia, Perú y Bolivia sumaban en 2022, 355.000 hectáreas sembradas de coca, que es casi toda la producción mundial, Colombia con sus 230.000 hectáreas el mayor productor del mundo. Esa producción la compran y transforman comerciantes ilegales que la venden a cambio de dinero, mercancías y armas en el mercado internacional. Estados Unidos, inundado de adictos, su principal cliente. Ya no es un imperio imponiendo un mercado dañino apoyado en sus barcos de guerra, sino unos comerciantes audaces envenenando al imperio. En eso se diferencian los protagonistas del mercado, separados por siglo y medio. Se parecen en que en ambos casos es una cuestión de oferta y demanda. Una cuestión de comercio.
En 1982, Ronald Reagan, presidente de Estados Unidos, como el Emperador Daoguang, le declara a guerra a las drogas. El presupuesto del Pentágono para combatir las drogas saltó de $1 millón a $196 millones en cinco años. Alrededor del 70% del presupuesto se dedicó a atacar el comercio de las drogas en los países de origen a través de la interdicción y la erradicación, mientras que el 30% se utilizó para la educación, la prevención y el tratamiento en los Estados Unidos. La medida fue complementada con un arsenal de leyes draconianas para combatir el mercadeo y el consumo interno que llenaron las cárceles.
40 años después el balance es desolador. No se controló el crecimiento de los cultivos, ni de la oferta, ni de la demanda; la cocaína está siendo reemplazada por el fentalino, curiosamente producido en China. Colombia ha pagado el altísimo precio de colocar buena parte de su mano de obra rural en la ilegalidad, de la corrupción generada por rodos de dinero que todo lo compran, de la militarización de la vida civil, de la aparición de ejércitos privados de narcotraficantes que el Estado no ha podido controlar, y del fracaso absoluto en la erradicación forzosa. Y en el fondo todo ha sido una cuestión de comercio.
Y si ha sido siempre una cuestión de comercio, ¿por qué no mirar con cuidado el tema de la compra de las cosechas de hoja de coca?