La señora está en un extremo del gran salón llamado la Sala de los Estados, donde se reunían los legisladores del II Imperio. Es la más grande del museo de El Louvre, en París, adecuada para recibir a las muchedumbres que se agolpan para verla y que solo tienen ojos para ella. Detrás del módulo de madera donde está colgada, está la puerta de salida. La gente entra sin darse apenas cuenta de lo que hay enfrente o detrás. Ni tampoco de las pinturas del renacimiento italiano que cuelgan de las paredes laterales como invitados de piedra. Es el reino supremo de la Mona Lisa de Leonardo Da Vinci.
Frente a ella está el más espectacular cuadro de la escuela veneciana. Las Bodas de Caná de Paolo Veronese, de más de sesenta metros cuadrados, robado por Napoleón durante su campaña de Italia del refectorio del convento de San Giorgio y nunca devuelto bajo el pretexto de que su tamaño impedía el viaje de regreso sin dañarlo, consideración que no se tuvo en cuenta en su viaje de ida. Es la apoteosis del lujo y el color que representa por igual el poder de La Serenísima y el esplendor de su arte. Nada parecido a lo que debió ser el modesto escenario de Galilea donde Jesús realizó su primer milagro de convertir el agua en vino. Es en realidad una fiesta de la alta sociedad veneciana, con sus mejores galas y joyas, en un palacio renacentista (fue pintado a mediados del Siglo XVI).
Más de 150 figuras que reúnen todo lo que viste y calza en la ciudad, los músicos, los cocineros, la servidumbre que atiende el banquete. En la mitad La Virgen María y Jesús, un poco fuera de lugar, con sus halos y sus trajes modestos. Una imagen llena de color y movimiento. Todo lo que la Mona Lisa con su atuendo y su paisaje de fondo, oscurecidos ambos por los barnices, no es.
Y detrás del módulo donde está la señora, han colgado el Concierto Campestre (la Fête Champetre), que por años se le atribuyó a Giorgione, muerto a los 30 años en una epidemia de peste, que llevó a que otros pintores terminaran sus obras. Hoy se le atribuye al gran maestro Tiziano, de larga vida, quien dejó una obra enorme en todos los géneros, pinturas religiosas, mitológicas, retratos, frescos.
Entre ellas el Concierto Campestre, dos poetas, uno tocando el laúd, entre los árboles, escoltados por dos mujeres desnudas. Aquello que podría ser el principio de una bacanal, se supone que es la poesía inspirada por las musas, aunque es inevitable no sentir que hay algo muy erótico en esa escena, un desafío a las convenciones sexuales del catolicismo imperante y una revolución en la manera de pintar, donde el color es el protagonista. Colgado a espaldas de la señora, la muchedumbre que abandona el salón simplemente no ve ese cuadro que ha sido catalogado por su composición, su tema y su colorido como una pieza clave en la historia de la pintura veneciana.
La señora, en cambio, apenas sonríe. Nadie podría decir que es una belleza y los años le han caído encima. Hacía parte del equipaje de Leonardo Da Vinci cuando viajó a Francia en 1516, ya viejo contratado por Francisco I. El Rey le compra el cuadro y desde entonces hizo parte de las colecciones reales. Poco conocido, a su alrededor se crea un mito, especialmente luego de su robo en 1911 y su rescate dos años más tarde. No es el cuadro más bello, ni el más importante en la historia del arte, pero sí el más conocido, que es la diferencia entre fama y notoriedad.