Hemos hecho un esfuerzo descomunal en lo que tiene que ver con nuestro aparato institucional. No fue una tarea menor haber logrado un consenso nacional para reformar la Constitución de 1886, cinco años después de la conmemoración de su centenario. Han sido introducidas varias decenas de modificaciones que no siempre han contribuido a mejorarla y algunos de sus textos no han sido debidamente desarrollados o implementados.

Por fortuna cuenta con el asentimiento de la ciudadanía y la Corte Constitucional la ha preservado en sus aspectos más fundamentales por medio de jurisprudencias que son estudiadas en las mejores facultades de Derecho del mundo que siguen con interés nuevos desarrollos originados en esta admirable Corte.

Infortunadamente, no se ha hecho un esfuerzo paralelo en defensa de valores políticos claves que facilitaron la elaboración de la Constitución de 1991, el más importante de ellos el reconocimiento de la legitimidad del Gobierno y de los mecanismos institucionales y, consecuencia inescapable, la confianza en las autoridades, en las instituciones y en sus actuaciones. Legitimidad y confianza que se traducen en consenso político sobre lo fundamental y en sentimiento de auténtica representatividad democrática.

Estos valores políticos se han deteriorado en forma sistemática y la gran oportunidad del acuerdo final con las Farc en lugar de haber contribuido a fortalecerlos rompió el consenso político y, en consecuencia, debilitó la legitimidad y la representatividad. Preferimos hablar de polarización cuando lo que en realidad ha ocurrido es la ruptura del consenso. Y así dejamos pasar las oportunidades para reconstruir ese consenso y los otros valores que lo acompañan y fortalecen.

El triunfo de la oposición en las elecciones presidenciales de 2022 dio lugar a la construcción de un consenso inédito entre los partidos tradicionales y las fuerzas políticas que habían logrado llegar a la Presidencia. Lo novedoso era que semejante procedimiento se proporcionara para otorgarle gobernabilidad democrática al gobierno de Gustavo Petro. Como que el consenso político se restablecía. Inclusive, el expresidente Álvaro Uribe dio ejemplo al visitar al Presidente electo, reconocer su legitimidad y transmitir a la Nación una noción de confianza y representatividad.

Otorgarle amplia gobernabilidad democrática a un gobierno minoritario de izquierda era equivalente a cerrar el círculo que se había iniciado en la Administración Barco al incorporar a la vida política democrática y civilizada a la guerrilla del M-19 y mostrar que las elecciones presidenciales podían ser ganadas en buena lid por una oposición que tenía origen violento, habiendo renunciado a utilizar las armas, el secuestro, la extorsión, etc. Tomó 31 años.

Una coalición tan amplia de gobierno pasó a ser denominada ‘aplanadora’, palabra que no reconocía el significado de lo que estaba ocurriendo.

La coalición de gobierno funcionó sin reglas. En varias ocasiones escribí reclamando la urgencia de enmarcar sus acciones dentro de un mínimo normativo que evitara confrontaciones, desconfianzas, malos tratos, desconocimiento de la naturaleza de esa colaboración política. La coalición fue desechada brutalmente. Dos crisis ministeriales confirmaron su desaparición y luego una serie de denuncias que venían de la misma cúpula del poder generaron una crisis que hoy les da preeminencia a los antivalores de la política: la desconfianza, la pérdida de credibilidad, la ruptura del consenso político que era necesario para una nación que había sido duramente azotada por una terrible pandemia.