Me sumo con este testimonio al urgente llamado para que escuchemos, conozcamos y abracemos a los líderes sociales que en Colombia están siendo asesinados. Ni uno más.
“Soy Diana Jembuel. Tengo 34 años y pertenezco al pueblo Misak, más conocido como pueblo indígena Guambiano, del departamento del Cauca. Crecí en una comunidad en la que los líderes fueron siempre hombres, pero en mi casa fue distinto. Somos tres hermanas. Mi padre murió cuando yo todavía era una niña y entre mi mamá y mi abuela nos criaron a todas. Un matriarcado.
Empecé a trabajar a los 12 años, siempre vinculada a emisoras comunitarias. Me gané una beca para estudiar comunicación social en la Universidad Externado y recuerdo que el primer día de clases me sorprendió que me preguntaran de qué país era. Entendí que muchos jóvenes no conocen la diversidad étnica de Colombia. Les parecía asombroso lo que yo les contaba. En mi comunidad somos 17 mil indígenas. En Colombia se hablan 65 lenguas indígenas. No muchos lo saben.
A veces los profesores me cedían sus clases para que enseñara sobre nuestros pueblos. Aunque fue difícil entrar a la dinámica de Bogotá, hablar solo en español y no en mi idioma, terminé mi carrera, fui buena estudiante. Hacía tejidos, mochilas y daba clases para financiar las fotocopias y la comida.
Un episodio que marcó mi vida fue hace siete años. Ya siendo autoridad indígena, viajé a una zona montañosa de mi departamento para acompañar a uno de los líderes. Nadie quería acompañarlo porque era lejos y llevábamos un mes sin dormir organizando la asamblea que se hace cada año, para escoger a las autoridades. Íbamos en una carretera sin pavimentar cuando se nos atravesó una camioneta blindada blanca. Cuando abrieron la puerta, alcancé a ver a alguien conocido. Continuamos el camino y más adelante nos detuvo otro carro del que se bajaron unas mujeres con letreros de las Farc en los brazos.
Mi compañero nunca llegó al lugar en el que nos íbamos a encontrar. Yo empecé a pensar que era, tal vez, el hombre que había visto en esa camioneta blanca. Efectivamente lo habían secuestrado. Decidí pedir ayuda a la comunidad en mi idioma, a través de las emisoras locales. Me escucharon y entre todos, me ayudaron. Detuvieron la camioneta y cuando yo llegué, armada solo con mi bastón de mando, me enfrenté asustada a los secuestradores, guerrilleros de las Farc.
Estábamos nerviosos, pero los guerrilleros habían amedrentado a nuestra comunidad y no podíamos permitirlo. Mi compañero estaba en poder de ellos. Le apuntaban con un arma y nos gritaban groserías. Les pedí que lo entregaran. Yo sola, con mi bastón de mando, exigiendo respeto, logré que lo soltaran.
Eso fue un precedente en mi vida y mi comunidad: por más machismo que haya, las mujeres tenemos autoridad y somos valientes. Somos ejemplo. Desde entonces transmito ese mensaje. Ya no somos unas pocas voces aisladas sino muchas unidas para decir: basta ya”.