Vienen las elecciones regionales y las alertas de influencia de la violencia y la corrupción se encienden por todas partes. Nuevamente, un proceso electoral que define las reglas de juego entre las provincias y el centro, y las relaciones de poder locales tan esenciales para una democracia, se ve enturbiado por los dos fantasmas de siempre, por lo menos desde 1897, cuando se hizo popular una arenga que decía: “Por la tierra colombiana/van todos apercibidos/con las armas necesarias/las trampas eleccionarias/y los máuseres consabidos”.

Hacer elecciones exige integrar diversas instituciones para garantizar un mínimo de seguridad y transparencia, coordinando acciones para frustrar en lo posible que los resultados sean determinados por la corrupción o la violencia. Una logística oportuna y suficiente, la seguridad de los electores y los recintos, la celeridad en la recolección y divulgación de los datos, son elementos básicos para que un evento electoral cumpla con su propósito de elegir, en condiciones de legitimidad, a los líderes y mandatarios de las corporaciones y cargos regionales el próximo octubre.

Desde el gobierno quien debe cumplir con el papel de coordinador es el Ministerio del Interior, hoy a cargo de Luis Fernando Velasco, cuyos interlocutores son, necesariamente, la Registraduría Nacional del Estado Civil, los partidos políticos, las autoridades departamentales y municipales, y la fuerza pública.

La semana pasada el ministro Velasco se agarró con los gobernadores llamándolos “hipócritas”. En justicia hay que decir que los invitó a no ser hipócritas como él, pero semejante salida en falso ante los gobernadores que le cuestionaban sobre la seguridad de las elecciones enturbió las relaciones con uno de sus actores claves.

Meses atrás había peleado con el registrador Alexander Vega, a quien hace unos días le dijo que ojalá no se le volvieran a perder 500 mil votos, yendo directo a la capacidad de la registraduría de ofrecer resultados confiables, que, dicho por el ministro que debe coordinar con el registrador las acciones para garantizar las elecciones, revela incompetencia.

El ministro está a cargo de la gestión del gobierno con el congreso, es decir, encargarse de la alianza parlamentaria y de la agenda legislativa. Velasco fracasó en el propósito de elegir una presidenta del Congreso sugerida por el gobierno, para ver a Iván Name, del mismo partido, pero más independiente, surgir como presidente del Senado para la segunda legislatura de la era Petro. Cualquiera entendería que ante el fracaso de la primera legislatura en la que tuvo aliados en las presidencias de ambas cámaras, un buen ministro del Interior tendería puentes hacia el que va a presidir el Senado. Pero en vez de eso, Velasco se dedicó a atacar a Name, lo que le valió que este hiciera la más sintética hoja de vida del caucano: es un líder tradicional fracasado, acogido en el nuevo gobierno.

También peleó con César Gaviria, director del Partido Liberal, esencial en una alianza parlamentaria resquebrajada y en crisis. En vez de asegurar al liberalismo como partido de gobierno, Velasco se dedicó a complotar la división liberal y la caída de Gaviria. También graduó de oposición a Germán Vargas, que estaba en la independencia y logró que los conservadores, que estaban en la alianza de gobierno, pasaran a la independencia. Los resultados se vieron precisamente en la elección del presidente del Senado.

En la implosión de las relaciones con los actores esenciales de la política, a Velasco le faltan los alcaldes. A dos meses de las elecciones, la responsabilidad del presidente Gustavo Petro por lo que hace su ministro ya es de culpa in vigilando, no de culpa in eligendo.