Hace algunos años, los japoneses ‘organizaron’ una empresa de venganzas, en especial para cobrar infidelidades, donde el o la ofendida, contrataba los servicios de la agencia, esta le proporcionaba un actor o actriz que ‘sedujera’ al ofendido, de manera que el agresor sintiera en carne viva lo que era sufrir por una infidelidad.

Partiendo del concepto de que todas las supuestas infidelidades no son lo mismo, aceptando los celos enfermizos, dándole pie a lo que significa el control sobre la pareja, respetando (y compadeciendo) la dependencia emocional, esta empresa fomentaba una de las acciones más ruines de la condición humana. Porque la venganza pareciera que conecta con el averno más que con el cielo. Claro, tiene derecho a sentir la rabia y el deseo de venganza, pero déjeme decirle que en la escala evolutiva, la venganza está más cerca de los reptiles que de los dioses.

Cada quien tiene la prerrogativa de escoger qué siente. Cada quien escoge, también, qué decide que lo ofenda y qué no. Por ello, el título de ese antiguo libro de Jota Mario Valencia, ‘Insúltame si puedes’, cae como anillo al dedo. Porque a cada quien solo le llega lo que deja que le llegue.

No, no es un juego de palabras, pero cada uno decide qué cantidad de carroña decide recibir y guardar. No depende de lo que te manden sino de lo que aceptes. El o la que decide vengarse parte de la base de sentirse superior, ‘vacunado’ contra los avatares de la condición humana y por ello una conducta inapropiada del otro la recibe como inaudita. ¿Cómo me hace eso a mí? ¿Cómo se atreve a lastimarme de esa manera?

Hay que partir del concepto que el o la ofendida, creen que no pertenecen a la raza de los humanos y que están protegidos de cualquier eventualidad de otros humanos. El ofendido considera que su conducta o su grado de entrega o sacrificio es garantía de protección. ¿Quién dijo? Si no existe algo más volátil e impredecible que el amor… y las emociones humanas que fluyen en el tsunami de la evolución, las creencias y hasta los adelantos de la ciencia.

La venganza, claro, es hija de la traición. Nace de creer que en la condición humana existen certezas, que algo o alguien te puede ofrecer garantía de estabilidad. La intención puede ser muy buena y honesta, pero el devenir de la condición humana la hace totalmente volátil.

Los políticos, por ejemplo, son los que más traicionan y no porque su intención sea hacerlo, sino porque lo que prometen en algún momento no permanece, y ajustar sus promesas al momento de aplicarlas ya de por sí es una traición. Pero la venganza es rastrera, la venganza es creerse no merecedor de la conducta del otro, es considerar que compites con Dios y hay algo en ti que te ‘protege’

Por eso creo que disfrutar con las venganzas también te ubica en los niveles más bajos de conciencia. Más cerca de las bestias que de los dioses. No la haces tú, pero te la gozas identificando tu ‘satisfacción’ con la que siente el actor de la venganza.

La paradoja es que esa venganza es un distractor cuyo efecto dura muy poco y lo que hace es envolatar el dolor que se esconde. Para luego sentirlo doble y experimentar totalmente aquello que estabas evadiendo: perdiste, con razón o sin ella, porque eres humano y aquí a esta vida venimos a aprender. Nadie garantiza nada y un acto de humildad (y crecimiento) es aceptar tu pérdida.