En la Feria Internacional del Libro de Bogotá, Filbo 2024, se dijo que leemos la naturaleza antes que aprender a leer los libros. Según la escritora y filóloga Irene Vallejo, las letras nacieron como dibujos, de camellos, monos, olas marinas, manos, ojos, el ondular del mar. Los trazos pictóricos atraparon formas y señales del paisaje, y vendría el libro, en arcilla, papiro y papel, en fin, un mundo verde, materia prima en la aventura de la memoria y el progreso.
Los caleños reconocemos la naturaleza como fuente de vida que condiciona nuestra historia y futuro. Un entorno que privilegia a Cali desde siempre, no como telón de fondo sino como biodiversidad a la cual pertenecemos y nos debemos, presente en las tradiciones, en la ciudad y en las letras de nuestros coterráneos.
Por el Alférez Real sabemos que en 1789 Cali se levantaba “arrullada por el murmullo de su río, a la sombra de sus naranjos, nísperos y tamarindos, refrescada por las brisas de la sierra y perfumada por el aroma de los azahares, flor aristocrática, de blancura sin mancilla”. Cada casa tenía un solar sembrado de árboles frutales, cacao y plátano, y algunas palmas de coco, con excepción del mango que no era conocido todavía. Y en esas altas palmas anidaban los coclíes que formaban algarabías, como las cigüeñas.
Después se construyeron casas que alcanzamos a conocer, algunas con antejardines y verjas de hierro, y frente a ellas imponentes árboles. La ciudad creció entre guayacanes de flores rosadas y amarillas, gualandayes con floración morada, cadmios con perfume a jazmín, ceibas y samanes espléndidos en sombra y frescura en las horas
de calor. Un zaguán invitaba a seguir al patio a cuyo rededor, había plantas verdes como las galateas, los maiamis, las cintas, el balazo, la coca y helechos, que competían con orquídeas, garzas blancas, jazmines o el ginger. En el patio de atrás los mangos, nísperos, madroños o limoncillos. Olía al verde del follaje y a humedad, y en dichas moradas el tiempo parecía detenerse, en una calma que quisiéramos volver a sentir.
En Los Abismos, premio Alfaguara de novela 2021, Pilar Quintana llama “la selva” a la cantidad de plantas del hogar donde transcurre el drama. Con ese personaje se abre el relato que nos transporta a un tiempo no muy lejano de nuestra ciudad y lugares de entonces, así como a la costumbre de embellecer el interior de las casas con matas, hoy un tanto perdida, tal vez por las estrecheces del tiempo y de las viviendas.
Dicha obra trae a la memoria el nombre de plantas que nos fueron familiares, y evoca el ambiente que la maestría de la escritora recupera: “Por las tardes el viento fresco bajaba de las montañas y atravesaba Cali. Despertaba a los guayacanes, entraba por las ventanas abiertas y sacudía también a las plantas de adentro. El alboroto que se armaba era igual al de la gente en un concierto. Al atardecer mi mamá las regaba. El agua llenaba las materas, se filtraba por la tierra, salía por los huecos y caía en los
platos de barro con el sonido de un riachuelo.”
Más allá de conectarnos con el “Verde que te quiero verde. Verde viento. Verdes ramas. El barco sobre la mar. Y el caballo en la montaña”, en estos momentos, por el privilegio de la naturaleza y el compromiso de Cali y el país con la COP16, solo nos resta lucirnos ante todo el mundo, unidos por los propósitos del evento y una generosa hospitalidad.