Ante la pregunta por las dificultades inherentes al hecho de hablar y escribir del conflicto armado colombiano, confesé en un evento que yo no era víctima de este y que, para mí, lo más difícil, era cultivar una sensibilidad que me permitiera tener el tacto suficiente para hablar y escribir sobre quienes sí han padecido las consecuencias de esta guerra: las víctimas. Se me increpó que, por su duración y sus formas, todos, de alguna manera, éramos víctimas de la guerra. Se me dijo que todos, por haber nacido, crecido y vivido en un país en conflicto, éramos víctimas de este.
Aunque las pérdidas han sido enormes para todos y de alguna manera el conflicto nos ha llevado a hacer grandes sacrificios de manera generalizada, lo cierto es que no todos somos víctimas del conflicto armado. Y no todos lo hemos sido en virtud de que, sencillamente, no todos hemos padecido de la misma forma las consecuencias de la guerra.
Devastadores y mordaces, los impactos de este, nuestro conflicto armado, se palpan en daños concretos, en pérdidas irreparables, en consecuencias visibles. Lejos de toda ambigüedad, la guerra y sus impactos son manifiestos: el desplazamiento forzado, la desaparición, el secuestro, las amenazas, el reclutamiento de niños y niñas o la violencia sexual son algunas de sus modalidades de violencia. Los despojos, las masacres, los homicidios, los atentados son otros. La lista continúa: minas antipersonales, tortura o ataques a bienes civiles son otras de las formas en las que la violencia y el conflicto armado se manifiesta. Y quienes padecen o los familiares de quienes padecen estas manifestaciones son, precisamente, las víctimas de nuestro conflicto armado.
Sin duda, todos hemos pagado por vivir en un país en guerra. No hay ciudadano que no haya perdido algo al ser parte de una nación que ha girado, año a año, por una espiral de violencia que acumula ya más de medio siglo. Como país y ciudadanos de un país en conflicto, hemos perdido, indudablemente, todos. Pero las pérdidas no han sido idénticas para todos y no todos han perdido de la misma forma.
Creo que la sensibilidad que merecen las víctimas parte o debería partir de un ejercicio franco de reconocimiento: el conflicto armado ha provocado una distribución desigual de la violencia y, esto, nos debería motivar a comprender que, aunque sea un mismo conflicto armado y seamos todos parte del mismo país que lo padece, no todos hemos sufrido igual y que, muy al contrario, la guerra parece haberse ensimismado con los mismos. Aunque ciudadanos del mismo país y testigos del mismo conflicto, son ellas, las víctimas, quienes, mediante ese cúmulo de impactos, han puesto la sangre, quienes han perdido sus tierras, quienes han puesto los muertos, quienes siguen buscando a sus padres, a sus madres o a sus hijos; quienes han perdido el sueño, quienes se les despojó de su niñez y quienes, finalmente, encaran la tarea dolorosa de perdonar.