Es una especie de fobia que surgió en el exclusivo club de los expresidentes de la República, pero que han perfeccionado ilustres políticos locales, como lo hemos visto por estos días en Cali.
Todavía no recibe un nombre, pero podría decirse que es similar a algo que los psicólogos llaman Atazagorafobia y que define el miedo irracional a ser olvidado.
La característica de quienes padecen esta fobia anónima es que intentan, contra viento y marea, seguir aferrados al poder, aunque ya lo hayan perdido.
Dicho de otra forma, se niegan a reconocer que su tiempo ya pasó, que la historia los superó y que ya no tienen cómo modificar -o torcer-, la realidad circundante. Ellos, por el contrario, patalean de todas las formas posibles para no ser arrastrados por el inexorable paso del tiempo. Por eso se les llama ‘viudos del poder’.
Como decía, los egregios próceres que fueron inquilinos de la Casa de Nariño no logran superarla. Cada cierto tiempo, en los titulares de los medios aparecen las advertencias de Santos, las angustias de Gaviria, los alaridos de Pastrana, los chistes de Samper y el último toque de ‘Dj Duque’.
Con total justicia hay que decir que el expresidente Uribe, quien todavía maneja buena parte de los hilos del poder en este país, se cuida bastante de no caer en los excesos de sus predecesores.
Pero todos son aburridos. La expresión pública de su fobia no pasa de ser una triste letanía que solo causa bostezos. Lo interesante, lo pintoresco, lo realmente divertido viene por cuenta de esos manzanillos de la política local que deambulan por los caminos de la nostalgia, añorando las pequeñas intrigas y los grandes negocios que hicieron mientras estuvieron en el poder.
Son, como diría Serrat, “la aristocracia del barrio”. Tienen una obsesión enfermiza con el metal, pues un día creyeron que lo que necesitaban para ser recordados por el pueblo no era gobernar bien, con honestidad y transparencia, sino mandar a grabar sus nombres en una placa. Por eso aborrecen el decreto nacional que prohíbe dicha práctica.
Y padecen la misma ansiedad tóxica de los adictos a Instagram. Sí, se ponen muy mal, casi al borde de la histeria, cuando no los meten en las fotos que se vuelven virales. Por eso, cual adolescentes ‘berrinchudos’, corren afanosamente a inundar las redes sociales con videos en los que ‘sacan pecho’ hablando de cosas que todos sabemos que dejaron a medias, o concluyeron con muy cuestionables procedimientos.
Por eso mismo es que también se dedican a dar lecciones públicas sobre cómo hacer bien lo que ellos hicieron muy mal. Confieso que, cuando ando un poco aburrido, me doy gusto leyendo sus lecciones sobre buen gobierno, gerencia visionaria, liderazgo social, pulcritud en el manejo de los recursos públicos, entre otros temas. Como en el viejo almanaque Bristol de mi abuela: La risa, remedio infalible.
En realidad, siento un poco de lástima por ellos. Porque saben muy bien que causan eso que llamamos ‘pena ajena’, pero en el trance febril de su lucha contra el olvido parece no importarles el concepto de dignidad.
Los veo sufrir todo el tiempo y de una forma que parece insoportable. Imagino que no duermen por cruzar chats y pensar estrategias y urdir planes contra los que, según ellos, pretenden borrarlos de la memoria colectiva.
Pero eso no pasará. La triste huella que dejaron nos recordará siempre los pasos que no debemos dar.