La verdadera gobernabilidad se construye a partir del equilibrio en el ejercicio del poder, con garantías para la oposición, independencia de las ramas del Estado y el reconocimiento de la misión de la política como un servicio público para atender las necesidades sociales de manera legítima, duradera y eficiente.
Lamentablemente la noción de ‘gobernabilidad’ construida en nuestro país a través de los años no hace honor a esta concepción. Durante el Frente Nacional (1958 - 1974) se impuso un esquema en que dos partidos se alternaban el poder. En las décadas siguientes nos acostumbramos a una ‘gobernabilidad’ sustentada en apoyos que cada gobierno construye a partir de cuotas burocráticas, cupos indicativos del presupuesto, contratos estatales y otras conductas que debilitan la democracia.
Con coaliciones de Gobierno que no se sustentan en una identidad ideológica, se busca la vía fácil de obtener mayorías legislativas entre una explosión de grupos sin posiciones comunes, unidos solo por el interés particular de las maquinarias electorales, por encima incluso del bien común. Se anuló el valor del debate abierto entre el partido de gobierno y los distintos sectores políticos, prevalente en otras democracias, y se menoscabaron los pesos y contrapesos entre las ramas Ejecutiva y Legislativa.
El actual Gobierno no ha estado exento de caer en iguales o peores vicios que los anteriores. Lo que presenciamos son discusiones bizantinas de los proyectos sociales y económicos, que se dan sin fondo político ni técnico. A codazos se aprueban normas en sesiones donde la gente no puede conocer la posición de cada sector político, pues sus miembros actúan de forma individual por acuerdos de ‘gobernabilidad’ que rompen la esencia de los partidos. Se repiten los esquemas más nefastos de la política tradicional, y muchos de los nuevos elegidos tampoco comprenden la trascendencia de la separación de poderes.
El resultado de esto es un país sometido a la incertidumbre. Vivimos entre riesgos para la economía y la inestabilidad en Ministerios que cambian al vaivén de las oleadas de apoyos y distanciamientos de los grupos que integraban el Pacto Histórico. Y más grave, en medio de una inseguridad ciudadana creciente, ante una política de paz total incierta, en la que los grupos armados se sienten a sus anchas y donde varias regiones atraviesan una violencia preelectoral inédita en años recientes.
Así tengamos diferencias o afinidades con uno u otro gobierno, en las democracias es deseable que el Ejecutivo de turno tenga clara su posición con los suyos, y en el Congreso, los concejos y asambleas se respeten las posiciones diversas y se modifiquen los proyectos según lo exijan los debates y el interés general.
Cuando se aproximan elecciones territoriales los votantes deberíamos evitar el triunfo de esas alianzas clientelistas sin identidad que frenan el desarrollo social. El apoyo a candidatos con ideologías claras que quieren trabajar por fortalecer la democracia desde lo local permitiría construir una gobernabilidad real basada en programas y no en acuerdos politiqueros.
A nivel nacional, el gobierno debería reaccionar para corregir el rumbo, respetar la autonomía del Congreso y permitir el debate incluyente con independencia de los partidos. El radicalismo no es una opción. Los ministros deben entender que en una democracia un proyecto de ley puede sufrir cambios, y que entre mayor sea el consenso más altas serán la legitimidad y la eficacia de la ley. El Ejecutivo debe comprender además que no se pueden abolir de tajo las distintas visiones políticas, y menos atacar las opiniones de la sociedad expresadas en los medios de comunicación.
Cuando el presidente se posesionó dijo en la Plaza de Bolívar: “Dialogaré con todos, y todas, sin excepciones ni exclusiones. Este será un gobierno de puertas abiertas para todo aquel que quiera dialogar. El diálogo será mi método, los acuerdos mi objetivo”. ¿Será que en 10 meses de gobierno estas palabras fueron arrastradas por el viento?